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31 de diciembre de 2020

Los restos del naufragio - Adiós, 2020.

Cerrar el año como quien llega a la meta de una maratón: exhausta pero feliz de hacerlo. Me siento a hacer balance frente a la hoja en blanco y pienso que ha sido terrible y al instante me digo que aún así queda mucho por salvar de este naufragio. Y, sin embargo, esta entrada pretende ser un ritual, el trozo de papel lleno de todo lo malo que se prende con la intención de que arda y desaparezca.

De todas las frases hechas que se han dicho y oído este año me quedo con que toda esta experiencia nos ha cambiado. En mi caso, siento que lo ha hecho. Ha habido que tomar decisiones difíciles, adaptarnos, agarrar tablas de salvación, tragar saliva y liberarnos de ciertos lastres. He mirado a mi alrededor y he visto a personas a las que quiero viviendo situaciones difíciles, algunas muy alejadas de la pandemia. Cómo no reflexionar o aprender de todo ello. Cómo no salvar a nuestras personas, nuestras lecturas y ficciones de este naufragio.

La poeta Wislawa Szymborska dijo en su discurso de recepción del Premio Nobel: 

«Hay, ha habido y seguirá habiendo un cierto grupo de personas a las que toca la inspiración. Son todos aquellos que conscientemente eligen su trabajo y lo realizan con amor e imaginación. Se encuentra médicos así, y pedagogos, y jardineros, y otros en cien profesiones más. Su trabajo puede ser una aventura sin fin siempre y cuando sean capaces de percibir nuevos desafíos. A pesar de dificultades y fracasos su curiosidad no se enfría. De cada duda resuelta sale volando un enjambre de nuevas preguntas. La inspiración, sea lo que sea, nace de un constante “no sé”.

Personas como ésas no hay muchas. La mayoría de los habitantes de esta tierra trabaja para ganarse la vida, trabaja porque tiene que trabajar. No son ellos mismos quienes con pasión eligen su trabajo, son las circunstancias de la vida las que eligen por ellos. El trabajo que no gusta, el que aburre, valorado sólo porque, incluso siendo desagradable y aburrido, no es accesible para todos, es uno de los peores infortunios humanos. Y no parece que los siglos que vienen vayan a traer algún cambio feliz. Así pues me permito decir que, si bien les quito a los poetas el monopolio de la inspiración, los incluyo, de todos modos, en el pequeño grupo de los favorecidos por el destino.»

La inspiración, las personas que eligen su trabajo -y, añado, la forma en la que han decidido vivir- y lo hacen con amor e imaginación serán siempre pilares en los tiempos difíciles. Tengo la suerte de conocer a mujeres así. Tengo la suerte de leer a autor@s así, que tras el shock inicial me ayudaron a crear una burbuja, un lugar para el consuelo.

No le pido mucho a 2021. Lo miro con la misma expectación con la que este chico de la fotografía (Christmas toys, 1910) mira algo que desea del escaparate.  Decía la escritora y periodista Leila Guerriero (en relación a la polémica del representante de Louise Glück y la editorial Pre-textos): «el único momento en el que puede permitirse la candidez de tener héroes es la infancia.»



Estoy de acuerdo con Leila. Hace mucho que desapareció la candidez de la infancia. Aún así, miro con cierta ilusión hacia el nuevo año, con energía suficiente para afrontar lo que venga. Con la esperanza de que sigamos teniendo alternativas, como las que la poeta Itziar Mínguez recoge en su poema. Con la canción Happy, de Bukahara, y esos mayores que bailan ajenos a todo. Creo que es una buena manera de despedir 2020. 

ALTERNATIVAS

A veces
lo único que puede hacerse
es tomar conciencia
y respirar

otras
cerrar los ojos
y esperar que pase

algunas 
encomendarse a un dios de guardia
y rezar

en ocasiones
cruzarse de brazos
o cruzar los dedos

en eso consiste
básicamente
la vida.

Itziar Mínguez Arnaiz
Que viene el lobo

7 de diciembre de 2020

Lecturas para cerrar 2020

Antes de empezar a escribir he buscado y leído mi entrada sobre los que eran mis propósitos lectores 2020. Las cifras son claras: 5 libros leídos de 16 previstos. Cri-cri.  Luego vino la pandemia y aquí sigue, desestabilizando cada vida. Al menos, creo, cumpliré con las 50 lecturas que fijaba como reto lector al principio del año.

No sé si tendré tiempo o ganas (especialmente con el estrés laboral que se avecina) de hacer un recuento de las mejores lecturas, pero creo que es fácil adivinar que todas las entradas hasta aquí deberían de contar como tales. Así que voy a mencionar algunas de las que me han acompañado estas últimas semanas y que se fueron quedando en el tintero.

El otro día vi esta foto y pensé que bien podría ser una metáfora de algunas vidas, de las nuestras, últimamente. Sé que hay gente que a los que hablamos de lo importantes que son los libros para nosotros -de ese super poder que ejercen para sacarnos de nuestra rutina o nuestros problemas y llevarnos a otro lugar, o de ese otro super poder sanador- nos toman por locos. Lo cierto es que este año, más que ningún otro, los he necesitado y me han mantenido un poco más a flote. También he echado mano de cine y series; la cuestión es que podía irme a dormir sin haber encendido la televisión en todo el día, pero no sin haber abierto las páginas de un libro. Cuando el agua nos ha llegado al cuello, siempre me han quedado los libros. Y buena compañía para hablar de ellos.



Empezaré por No digas nada, de Patrick Radden Keefe. 


En casa nos hemos empapado de todo el cine relacionado con el conflicto armado irlandés: Michael Collins, En el nombre del padre, En el nombre del hijo, The boxer,  Bloody Sunday, El viento que agitaba la cebada, Hunger, ´71, El viaje, Omagh... En 2012 viajamos a Dublín e invertimos un día en Belfast para visitar los barrios más implicados en el conflicto. Allí aún se palpaba la tensión entre católicos y protestantes. Ahora, después de leer No digas nada he entendido mucho mejor lo que había detrás de cada mural, de cada bandera, de cada valla.

Patrick Radden parte del hallazgo de los restos de una mujer, treinta años después de su secuestro a manos del IRA, y realiza una brillante investigación y desarrollo del conflicto irlandés. 

Es una obra imprescindible para acercarse al pasado y el presente en Irlanda del Norte. En definitiva, me ha fascinado.


El consentimiento, de Vanessa Springora.

Sinopsis: Con trece años, Vanessa Springora conoce a Gabriel Matzneff, un apasionado escritor treinta y seis años mayor que ella, tras cuyo prestigio y carisma se esconde un depredador. Después de un meticuloso cortejo, la adolescente se entrega a él en cuerpo y alma, cegada por el amor e ignorante de que sus relaciones con menores llevan años nutriendo su producción literaria. Más de treinta años después de los hechos, Springora narra de forma lúcida y fulgurante esta historia de amor y perversión, y la ambigüedad de su propio consentimiento.

Admiro lo que ha hecho Springora: contar lo que vivió, hacerlo de manera precisa y con la frialdad necesaria para que no sea tachada ni de oportunista ni de vengativa (aunque probablemente lo han hecho y lo seguirán haciendo). Vivimos rodeados de negacionistas

Poner sobre la mesa cómo le ocurrió y cómo un entorno familiar y social fue capaz de permitir (y seguir haciéndolo) algo así en nombre de "la libertad y el amor" son razones suficientes para leerlo.

«La carencia, la carencia de amor como una sed que se lo bebe todo, una sed yonqui que no mira la calidad del producto que le suministran y se inyecta su dosis letal con la certeza de estar haciéndolo bien. Con alivio, gratitud y felicidad.»


La hora violeta, de Sergio del Molino.

Dice la sinopsis: Este libro narra un año de la vida de su hijo Pablo, desde que fue diagnosticado de un raro y grave tipo de leucemia hasta su muerte. 

Sí y no. Es eso y mucho más. Es dolor, es sanación y amor. Y hay admiración ante párrafos así:


«En el poema de Eliot, la hora violeta es esa zona de la tarde en que los oficinistas están a punto de abandonar corriendo sus escritorios rumbo a la promesa de un beso, de un baile, de una cena, de una noche en que sus deseos se frustrarán de nuevo. Es ese temblor previo a la estampida, el instante en que nos quitamos la máscara con que nos presentamos ante el orden burgués y asumimos la máscara de carnaval, la que mejor nos sienta, la que merece la pena. La hora violeta es una taxi que espera en marcha en la parada, con el motor encendido. La hora violeta, en realidad, no existe más que como lugar de paso, como transición molesta y necesaria. Nadie vive en la hora violeta: la gente huye de ella hacia la vida real, hacia la vida normal. Yo tengo que aprender a escapar, pero no he encontrado la manera.»


Noches sin dormir: Último invierno en Nueva York, de Elvira Lindo.

Hubo muchas partes de este diario que me interesaron menos, pero incluso cuando no lo parece, Elvira Lindo siempre tiene algo que decir, algunos pensamientos que me guardo en mi cuaderno de notas, porque solo ella sabe contarlos con las palabras precisas. Ni una más, ni una menos.

«Qué difícil es ser buena amiga, pero cuánto más difícil es ser buena adversaria, no denigrar jamás al otro por mucho que te sientas ofendida. Tras una ofensa, cómo reparas una amistad. Qué difícil es encontrar personas que muestren con sosiego su profundo desacuerdo. Quiere una rodearse de buenos amigos pero, sobre todo, de buenos adversarios.»


Tierra salvaje, de Robert Olmstead

Sinopsis: 

Tierra salvaje reconstruye la época de las grandes matanzas que diezmaron al Bisonte americano y narra, con una prosa de gran potencia y lirismo, la epopeya de las caravanas en la segunda mitad del siglo XIX, dentro de una historia personal de amor, lucha y sacrificio.

Tierra salvaje ha sido mi última lectura y aún me duran los efectos. Es tan difícil encontrar un libro situado en esta época, en la que no se huela el tufillo del western con héroes a lo Clint Eastwood y saloons atestados de prostitutas, que ha sido un placer leerlo de principio a fin. Y no es que no haya escenas crudas, que las hay. Lo que ocurre es que este relato está lleno de verdad, matices y silencios. Una protagonista femenina fuerte y determinada, un protagonista masculino arrollador, y una cantidad de imágenes que siguen en mi cabeza y que no voy a olvidar. 

La edición de Hermida Editores es, además, una maravilla.


«Esa noche Michael pensó que la guerra de los americanos no había sido el fin de algo, sino el comienzo de aprender a matar más fácilmente, de aprender que, por muy destructivos que pudieran ser, eran capaces de serlo aún más. El mundo sería un lugar en guerra. Las naciones se formarían y se llevarían cuanto pudieran. El nuevo mundo sería el viejo mundo, solo que peor. Los dueños de la riqueza, los bebedores de sangre, los hombres que se complacen en su vergüenza..., ésos determinarían quién tenía derecho a vivir libre. Si las personas no eran útiles serían asesinadas.»

Y si solo tuviera que dar una razón para leerlo sería por lo valioso del brevísimo ensayo final del autor. 

«En palabras de la Declaración de Sentimientos redactada en 1848 en la Convención de Derechos de la Mujer de Seneca Falls, Nueva York, estaba "civilmente muerta". No tenía derechos de propiedad, ni siquiera respecto al salario que ganaba. Estaba obligada a la obediencia. La teología, las leyes, la educación, la política, todo eso estaba cerrado para ella.
Pensad en esto: como las mujeres no poseían nada, sus vestidos no necesitaban bolsillos. Y una vez que hayáis pensado en ello, volved a pensarlo una vez más.»


Iniciamos la cuenta atrás para decir adiós a este 2020 que más que darnos, nos ha quitado tanto. Incluida la fe, esa que afirmaba que saldríamos mejores.

Cuidaos mucho. Leed siempre.

22 de noviembre de 2020

Vivir es ir de victoria /en victoria/ hasta la derrota final - Miki Naranja

Recámara

Amo la palabra porque
será munición para mañana.
(Miki Naranja)








Se veía venir. Era fácil que un día, puestos en la balanza los pros y contras de seguir dando contenido a ciertas redes sociales, el sentido común ganara y entendiera que el tiempo de compartir en Instagram se había acabado. 
Se suponía que iba a escribir una lista de "cosas" por las que podíamos salvar este 2020, pero lo cierto es que es mucho más difícil y más complejo que todo eso, ni siquiera se está a salvo ya en la considerada "red social friendly".

El 07 de noviembre me desperté con la noticia de que Miki Naranja había fallecido víctima del cáncer que padecía. Le seguía en las redes porque era poeta, porque hablaba de poesía y compartía el trabajo de otros poetas dejando clara su admiración por ellos. Le seguía porque siempre tenía una palabra amable o certera o una emoción que se nos instalaba en el pecho a quienes le leíamos. Y, de pronto, un sábado sin importancia deja de serlo porque irremediablemente algo ha cambiado. Sabes que se cumplen todos los clichés y frases manidas: ya nada será igual, no es justo que se vayan aquellos cuya presencia es luminosa y hacen que, desde esa distancia quirúrgica de las redes, nuestros días sean mejores. Las reacciones no se hacen esperar: Instagram se llena de pesar, de pésame y de pequeños obituarios y homenajes. 

No fui capaz entonces de decir nada porque en estos casos me puede ese pensamiento que comparte Sally Rooney en Gente normal cuando ironiza sobre esa tendencia a llenar el muro de la persona fallecida de comentarios que nunca leerá. No niego que darán consuelo a sus familiares pero me reconozco en ese lugar crítico que juzga severamente el escaparatismo de las redes.
Puede que haya algo que podamos salvar de este 2020, pero vaya si nos está dando momentos de destrozo, incertidumbre y oscuridad. Recuerdo haber pasado el fin de semana intentando cubrir el vacío y la presencia de su muerte con un maratón de capítulos de This is us y hojeando libros y fragmentos.  Todos necesitamos permitirnos buscar el consuelo y la tregua en la ficción.


Recuperé un fragmento del discurso del poeta polaco Adam Zagajewski, recitado en la entrega del Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2017, aquel en el que afirmaba que la poesía no estaba de moda:


«Descubrimos la dualidad del mundo, por una parte, la imaginación; por otra, la obstinada realidad de una mañana de noviembre cuando ya han caído las hojas de los árboles. Durante mucho tiempo, no sabía qué era más importante, lo que existe o lo que no existe, la gente que va al trabajo temprano por la mañana, los hombres soñolientos que leen los grandes titulares de los periódicos deportivos y siguen las derrotas y las victorias de sus clubes preferidos de fútbol y las mujeres que dormitan en el autobús; o antes bien las cosas escondidas, la música y la luna, las ciudades que ya no existen, los cuadros de los grandes maestros, actuales y antiguos, en los museos. Y necesité muchos años para entender que hay que tener en consideración ambas caras de este dualismo desigual, puesto que vivimos en una ambivalencia eterna, no podemos olvidarnos del sufrimiento de la gente y de los animales, del mal, que es mucho más tenaz y astuto que los sueños que perseguimos.

No podemos olvidarnos del mal, de la injusticia que continuamente cambia de forma, de las cosas que perecen, pero tampoco de la felicidad, de las experiencias extáticas que los gruesos manuales de teoría política o de sociología no han llegado a prever.»


Vivimos en esta ambivalencia de pérdidas y ganancias, de tristeza y felicidad. Esta gestión de sentimientos contradictorios que nos arrasa sin ninguna piedad. Por eso quizá me cuesta volver aquí a hablar de lecturas y lo hago para hablar de emociones. Por eso quizá mi tiempo de escaparate instagramero toca a su fin. 

Nos iremos todos, pero solo algunos lo harán dejando huella, apareciendo de vez en cuando en nuestro recuerdo y, en el caso de Miki Naranja -Miguel Ángel Herranz-, tendremos además un regalo tangible para hacerlo, en forma de poemarios y palabras. Y qué mejor manera de cerrar esta entrada que hacerlo con alguno de sus poemas publicados en Palabras de perdiz. 


Acolchados

Saber caer

-en silencio-

como las hojas
como los gatos

como cae la noche


la desgracia.


Viernes

Requisito para ser un náufrago:

vivir rodeado por mar,
conservar al menos un amigo
imaginario,
reír sin fundamento, llorar
a sabiendas de no ser escuchado,
mantener la esperanza abierta,
remota,
de que alguien
                         algún día
por razones que se nos escapan
se salga de su ruta habitual
nos mire,
nos vea


quizá nos rescate.



No lo olvides, hijo


Tu avión de papel
tiene más de avión
que de papel.


25 de octubre de 2020

La literatura como puente entre los pueblos - Amos Oz

«Con solo un hombre decir "no quiero", tembló Roma.»

Espartaco.


Los esperábamos, los vientos de la crisis, de la intolerancia, de la vergüenza. Los discursos del odio y la estupidez, con el altavoz político y ciudadano. Los esperábamos porque nunca fueron nuevos, siempre han existido, no cabe exterminio posible. 

Y, sin embargo, es fácil estar al otro lado. No diré que la lectura cura del fanatismo porque sería un error. Nunca nada es blanco o negro y no existe un pensamiento único. Pero puede que sí encontremos alivio en ciertos discursos y en muchos libros. Esos que te salvan, que te interpelan desde sus páginas: mira, aquí, todavía, hay lugar aún para la esperanza. 

Elegid bien la compañía en los tiempos difíciles. Elegid bien con qué alimentáis el alma. Elegid bien las causas por las que merece la pena batirse el cobre.

Los mensajes más extraordinarios, más emotivos y duraderos, los que más he aplicado en la vida los encontré entre las páginas de los libros. A veces quieres decir algo y no encuentras las palabras precisas porque éstas ya han sido pronunciadas por otros. Por eso hoy dejo el inicio del discurso de Amos Oz, el que pronunció al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2007.


«Si adquieres un billete y viajas a otro país, es posible que veas las montañas, los palacios y las plazas, los museos, los paisajes y los enclaves históricos. Si te sonríe la fortuna, quizá tengas la oportunidad de conversar con algunos habitantes del lugar. Luego volverás a casa cargado con un montón de fotografías y de postales.

Pero, si lees una novela, adquieres una entrada a los pasadizos más secretos de otro país y de otro pueblo. La lectura de una novela es una invitación a visitar las casas de otras personas y a conocer sus estancias más íntimas.

Si no eres más que un turista, quizá tengas ocasión de detenerte en una calle, observar una vieja casa del barrio antiguo de la ciudad y ver a una mujer asomada a la ventana. Luego te darás la vuelta y seguirás tu camino.

Pero como lector no sólo observas a la mujer que mira por la ventana, sino que estás con ella, dentro de su habitación, e incluso dentro de su cabeza.

Cuando lees una novela de otro país, se te invita a pasar al salón de otras personas, al cuarto de los niños, al despacho, e incluso al dormitorio. Se te invita a entrar en sus penas secretas, en sus alegrías familiares, en sus sueños.

Y por eso creo en la literatura como puente entre los pueblos. Creo que la curiosidad tiene, de hecho, una dimensión moral. Creo que la capacidad de imaginar al prójimo es un modo de inmunizarse contra el fanatismo. La capacidad de imaginar al prójimo no sólo te convierte en un hombre de negocios más exitoso y en un mejor amante, sino también en una persona más humana.»

Decía Publio Terencio Africano: «Homo sum, humani nihil a me alienum puto». «Hombre soy, nada humano me es ajeno» 

Y, sin embargo, impera esa sensación de que una se siente más segura en los libros, que fuera de ellos.




12 de octubre de 2020

Las personas son respetables. Las opiniones, no.


«
Un buen sitio desde el que construir es desde donde todo está perdido.
Otro buen sitio desde el que construir es cuando sabes lo que no quieres.»

María Fornet.



Los domingos o los días como hoy, festivos, me gusta sentarme frente al ordenador con un café recién hecho, la luz entrando por la ventana, el sonido de fondo de alguna canción que me inspire. 

Quisiera hablaros de mis últimas lecturas, de Sostiene Pereira de Tabucci o de Los fuegos de otoño de Némirovsky, pero me cuesta centrarme en eso con todo lo que nos rodea últimamente.


Me acompaña la sensación de perder la fe, de estar atrapada en una sociedad que cada vez tiene menos que aportar, con su fingida felicidad y esa insoportable necesidad de opinar de todo y todos sin filtros.


¿Sabéis esos tutoriales que de vez en cuando aparecen en las redes donde una chica pasa veinte minutos explicándote, a ti mujer, todos los trucos para que, usando un sinfín de potingues, acabes teniendo la cara de otra? Otra mucho más exitosa, más bella, menos tú.
Las redes, la sociedad, cada vez se parece más a eso. Un lugar donde el mensaje está más dirigido a encajar, a triunfar, a mostrarte con suficiente maquillaje, sin rendir cuentas de ello. Una aceptable tiranía. De verdad os digo que si ese es el camino del éxito, no estoy dispuesta a recorrerlo.

¿Recordáis esa icónica escena de Origen, de Christopher Nolan? Aquella en la que Di Caprio dice:

«-¿Cuál es el parásito más resistente? ¿Una bacteria? ¿Un virus? ¿Una lombriz intestinal?
- Lo que el Sr. Cobb intenta decir...
-Una idea. Resistente, muy contagiosa. Una vez que una idea se ha apoderado del cerebro es casi imposible erradicarla.»

Estamos rodeados de personas con ideas, personas más que dispuestas a defenderlas, a darlas por válidas y a seguirlas a ciegas. Ideas que no podría compartir ni en un millón de años. Por eso, quizá, resulte un auténtico consuelo escuchar a Adela Cortina, filosofa y catedrática emérita de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia, en su charla "Una lección de ética frente a la intolerancia", cuando dice:


«(...) Hay que distinguir dos cosas muy claramente. A las personas, a las personas hay que respetarlas siempre. A las personas. Otra cosa son sus opiniones. No todas las opiniones son respetables, ni muchísimo menos. Y recuerdo que, después de la época de Franco, que estábamos todos muy modosos, la gente decía cualquier tontería y se decía: “Esa es una opinión y, por lo tanto, muy respetable”. Pues no.

Hay opiniones que son nada respetables. Las personas son respetables, las opiniones, no. Las opiniones se tienen que ganar el respeto. Y lo que no se pueden tolerar son las opiniones que no son respetables. Entonces, hay que ser tolerante con las personas que son intolerantes, pero no con sus opiniones, no con sus puntos de vista. (...)

(...) Pero por eso tenemos que hacer la tarea ética y tenemos que hablar mucho en las sociedades de esto en voz alta y argumentar y desvelar juntos qué es lo que nos parece que, efectivamente, sí es respetable y qué no lo es ya. Porque, si no, al final cada quien dice lo que se le ocurre y parece que es todo igualmente valioso. Pues mire, no. Hay cosas que no son admisibles, que no son presentables y que no son respetables, y otras que sí y que hay que abundar mucho en ello.»

Empezaba esta entrada con las palabras de María Fornet: un buen sitio desde el que construir es desde donde todo está perdido.

En eso estamos. Construyendo desde donde todo está perdido. Resistiendo. Porque, en palabras del profesor de filosofía Josep María Esquirol«El resistente se resiste al dominio y a la victoria del egoísmo, a la indiferencia, al imperio de la actualidad y a la ceguera del destino, a la retórica sin palabra, al absurdo, al mal y a la injusticia.»

Voy a cerrar esta entrada con un poema de Enrique Gracia Trinidad, recogido en 11-M. Poemas contra el olvido.

Toda una declaración de intenciones, una revolución.


«No»


No hay bandera que valga un sólo muerto.

No hay fe que se sujete con el crimen.

No hay dios que se merezca un sacrificio.

No hay patria que se gane con mentiras.

No hay futuro que viva sobre el miedo.

No hay tradición que ampare la ignominia.

No hay honor que se lave con la sangre.

No hay razón que requiera la miseria.

No hay paz que se alimente de venganza.

No hay progreso que exija la injusticia.

No hay voz que justifique una mordaza.

No hay justicia que llegue de una herida.

No hay libertad que nazca en la vergüenza.




«La vida en común depende del comer juntos, y de ahí que todas las imágenes de aislamiento -que no de soledad- tengan algo perturbador. El pan, la sal, la fiesta, el duelo y la paz: de todo esto que se comparte depende la siempre difícil y precaria comunidad del nosotros.»
(Josep María Esquirol. La resistencia íntima)


20 de septiembre de 2020

Los chicos de la Nickel - Colson Whitehead

Los chicos de la Nickel, de Colson Whitehead, ha sido galardonada con el Premio Pulitzer 2020 y publicada este mes de septiembre por el grupo editorial Penguin Random House. A pesar de tener su anterior obra, también Premio Pulitzer -El ferrocarril subterráneo-, esperando en mi estantería no pude resistir la atracción que me produjo su sinopsis.

Desde pequeño, Elwood Curtis ha escuchado con devoción, en el viejo tocadiscos de su abuela, los discursos de Martin Luther King. Sus ideas, al igual que las de James Baldwin, han hecho de este adolescente negro un estudiante prometedor que sueña con un futuro digno. Pero de poco sirve esto en la Academia Nickel para chicos: un reformatorio que se vanagloria de convertir a sus internos en hombres hechos y derechos pero que oculta una realidad inhumana respaldada por muchos y obviada por todos. Elwood intenta sobrevivir a este lugar junto a Turner, su mejor amigo en la Nickel. El idealismo de uno y la astucia del otro les llevará a tomar una decisión que tendrá consecuencias irreparables.

Después de El ferrocarril subterráneo, Colson Whitehead nos brinda una historia basada en el estremecedor caso real de un reformatorio de Florida que destrozó la vida de miles de niños y que le ha hecho merecedor de su segundo premio Pulitzer. Esta deslumbrante novela, a caballo entre el momento presente y el final de la segregación racial estadounidense de los sesenta, interpela directamente al lector y muestra la genialidad de un escritor en la cima de su carrera.



Habitualmente, los casos de abusos y agresiones físicas a menores han tenido cierta presencia en el cine: Los niños de San Judas, Sleepers, Spotlight..., son algunos ejemplos. Los chicos de la Nickel está inspirada en la historia de la escuela Dozier para Chicos de Marianna, Florida. Lo que se vendía al mundo como un reformatorio-escuela era en realidad un lucrativo negocio para sus administradores y trabajadores que disfrutaban además de total impunidad para aplicar malos tratos a los jóvenes que acababan tras sus muros. La diferencia es que el componente racial suponía un plus para traspasar todos los límites. Jóvenes que acababan allí con cargos y acusaciones por delitos menores que, una vez dentro salían más dañados o, en el peor de los casos, no salían. Especialmente si eras negro.

La historia de Elwood y Turner le sirve a Whitehead para denunciar algunas de las prácticas que allí se realizaban: la corrupción, los malos tratos, las secuelas. El autor no necesita dar demasiados detalles para que entendamos lo que ocurría en el centro y para volver a poner al descubierto el nivel de racismo que existe en EEUU. Lo muy profundamente arraigado que está. El racismo ha sido siempre una infección que se extiende sin hacer demasiado ruido, pero cuyos efectos son devastadores. En los últimos tiempos, los dispositivos móviles están poniendo en evidencia y mostrando lo que los afroamericanos llevan décadas denunciando.

Pensaba en lo ingenuo que es decir nivel de racismo que existe en EEUU. Imagino que forma parte de esos mecanismos de alejamiento de la realidad que tanto usamos en nuestra sociedad. Como si eso fuera cosa de los americanos y de nadie más. Como si aquí no existiera una infección en el mismo sentido, aunque con perfil bajo.

Hace algunas semanas, cuando todavía tenía que coger un cercanías para desplazarme al trabajo, fui testigo de uno de esos momentos que son como una bofetada de realidad. Entraba en la estación y vi como un chico con uniforme de seguridad le decía a otro compañero que se dirigía al andén algo así como déjalo en paz. El individuo en cuestión: varón, metro noventa de estatura, corte de pelo a cepillo, andares de Clint Eastwood impartiendo justicia y cuerpo de gimnasio con exceso de esteroides. Todo su lenguaje corporal lo gritaba a voces: era un capullo buscando un saco de boxeo a las siete de la mañana. La víctima, un chico negro que estaba sentado en uno de los bancos del andén. Desconozco la grave infracción que había cometido pero el resultado fue que el machaca de turno tuvo que ser apartado del andén por dos compañeros mientras éste insultaba y amenazaba al usuario del tren que se mantuvo en todo momento sentado en el banco sin responder a sus provocaciones. Lo que todos supimos en ese momento fue que la persona que se suponía que debía de velar por la seguridad de todos los usuarios del transporte era dos cosas: un abusón y un racista. Están por todas partes. Últimamente se disfrazan de patriotas.

No creo que los libros conviertan a las personas, las hagan mejores, sean el antídoto para todo.  Simplemente no es algo universal y sería naíf pensar que una persona que lee refuerza los valores que toda sociedad debería defender y sobre los que debería asentarse. Pero creo que leer Los chicos de la Nickel puede ser una buena manera de no mirar hacia otro lado, de ampliar y reflexionar sobre lo que ya sabemos o creemos que sabemos. Una forma de entender por qué, cada vez que salta la noticia de una nueva agresión policial en EEUU, los afroamericanos salen a sus calles exigiendo justicia y medidas contra dichos abusos. Son sus cuerpos lo que defienden, sus vidas. Cuerpos que generan gran parte de las ganancias que el sistema carcelario estadounidense ha ido perfeccionando con el tiempo.

Estoy deseando saber qué tiene que contarme Colson Whitehead en El ferrocarril subterráneo.


13 de septiembre de 2020

El arte de la ficción

El panorama literario está casi siempre repleto de contradicciones. He aprovechado un tiempo de desconexión para ponerme al día con mis lecturas (que no con mi lista de pendientes) y ya tenía ganas de sentarme frente a la hoja en blanco y hablaros de ellas.

Hace unas semanas comentaba en Instagram que me había dejado conquistar por Sally Rooney y su novela Gente normal gracias a la recomendación y reseña de Una bloguera eventual. Una de las cosas que más valoré fue que consiguió engancharme a su historia y terminarla en dos o tres días. Mi querida Miss Brandon ya me había hablado de Conversaciones entre amigos, la primera novela que se tradujo y publicó en España así que, aprovechando el rebufo, también cayó estos días.

Si tengo que quedarme con una de las dos, esa es Gente normal. Veréis, Sally Rooney tiene 29 años y publicó su primera novela hace tres. Se dice de ella que es la nueva promesa, la autora millenial y un montón de etiquetas más. Puede que quizá también por su éxito (hay quien no se lo perdona) le lluevan críticas positivas y negativas sin término medio. 


Marianne y Connell son compañeros de instituto pero no se cruzan palabra. Él es uno de los populares y ella, una chica solitaria que ha aprendido a mantenerse alejada del resto de la gente. Todos saben que Marianne vive en una mansión y que la madre de Connell se encarga de su limpieza, pero nadie imagina que cada tarde los dos jóvenes coinciden. Uno de esos días, una conversación torpe dará comienzo a una relación que podría cambiar sus vidas.

Gente normal es una historia de fascinación mutua, de amistad y de amor entre dos personas que no consiguen encontrarse, una reflexión sobre la dificultad de cambiar quienes somos. La segunda novela de Sally Rooney acompaña durante años a dos protagonistas magnéticos y complejos, dos jóvenes que llegamos a entender hasta en su contradicción más sonada y en sus más graves malentendidos. Esta es una historia agridulce que muestra como nos conforman el sexo y el poder, el deseo de herir y ser herido, de amar y ser amado. Nuestras relaciones son una conversación a lo largo del tiempo. Nuestros silencios, lo que las define.


A mí Gente normal me gustó mucho. Su estilo sencillo, sus protagonistas veinteañeros, su trama y conflictos sobre temas que ahora podrían parecer alejados de lectores de cierta edad es, en mi opinión, mera apariencia. Puedes quedarte en la superficie o puedes ahondar un poco en el fondo. Porque en ese fondo están las cuestiones universales que afectan a nuestra sociedad: las relaciones interpersonales, la desigualdad de clase, la posición y encaje de cada individuo dentro del grupo, las enfermedades y trastornos mentales, el sexo, la dependencia, las relaciones familiares y el amor.
Marianne y Connell son alumnos brillantes, buscan encajar en su entorno, tienen que decidir qué hacer con su futuro y todos sabemos la ansiedad que nos crean las expectativas. Ya lo dice el título y se menciona en varios momentos: quieren ser gente normal

No sé vosotras pero a mí, cuando escucho esa frase recurrente de ojalá tener otra vez veinte años, se me pone el vello de punta e inmediatamente reniego: mira no, a mí no, a mí me dejas mi cabeza de ahora, mi seguridad de ahora, mi vida de ahora. Yo no quiero pasar por mis veinte otra vez, porque eso es volver a sentirme como Marianne y Connell. No quiero tener que decidir qué hacer con mi vida, mis estudios y futuro profesional, mis medios económicos limitados, o mis relaciones amorosas tóxicas que no supe detectar en su momento. De esa batalla ya salí y quizá por eso es por lo que creo en la historia y la escritura de Sally Rooney. Es algo que me suena.

Han estrenado recientemente la serie en la BBC y para mí es una de las mejores adaptaciones que he visto jamás de un libro. Los actores son absolutamente maravillosos y la química de ambos traspasa la pantalla.

Conversaciones entre amigos tiene algunos puntos en común, quizá por eso no me ha sorprendido y la deriva de la historia no ha conseguido emocionarme tanto. No es que sea una novela inferior, creo que hay puntos muy favorables, es solo que no son comparables y, por tanto, os invito a que le deis una oportunidad a ambas y decidáis.


Empezaba diciendo que el panorama literario suele estar lleno de contradicciones. Lo decía porque quería leer algo de James Salter (al final he comprado Años luz), y estos días he leído El arte de la ficción, con prólogo de Antonio Muñoz Molina cuyo inicio empieza así:

«Leyendo las conferencias sobre el arte de la ficción que James Salter dio en la Universidad de Virginia en 2014, uno no puede creerse que esas palabras hayan sido escritas y dichas por un hombre de ochenta y nueve años. Y el motivo no es el grado de lucidez que muestran y la agudeza de sus observaciones, sino el aire de asombro y de tanteo que irradia de ellas, de entusiasmo a la vez sobrio y romántico hacia el oficio de escribir y las posibilidades de la literatura.» Más adelante añade«Hay quien antes de publicar e incluso de escribir ya habla como si fuera un escritor, como si formara parte de ese club, de ese gremio.»

No he leído aún a Salter pero sí que últimamente veo referencias a él por todas partes. Es un autor muy apreciado por sus compañeros de oficio, con una biografía interesante. Estuvo doce años en las Fuerzas Aéreas y fue piloto de combate. Pasados los cuarenta dejó ese trabajo e inició su carrera como escritor y guionista. Estoy segura de que, de seguir vivo, le sorprendería el éxito de Rooney

No sé cómo resultarán sus novelas pero reconozco que me ha gustado El arte de la ficción. Comparto algunas de sus afirmaciones, especialmente ahora que cualquiera, con mucho o nulo talento, se autodenomina escritor@ y se coloca en las listas de Amazon o es superventas en una editorial. No es una crítica, es un hecho. 

«Los libros que he leído y he disfrutado los recuerdo bastante bien, y con esos autores desarrollo una especie de vínculo. Creo que a muchos lectores les ocurre lo mismo. Si el libro es bueno, el escritor también ha de serlo. Ese sentimiento puede ser de admiración, de fascinación, y a veces incluso de cierta idolatría. He conocido a demasiados escritores como para que se me ocurra idolatrarlos, pero entiendo que suceda.»

Me gusta leer o escuchar a gente como James Salter, Sally Rooney o Antonio Muñoz Molina. Me recuerda que entre tanto ruido quedan personas que tienen algo que aportar, a modo de opinión, de reflexión, de crítica o de obra literaria. Me reconcilia con el gremio, con quienes no buscan atajos, con quienes se toman esta profesión en serio.

«Bábel escribió y reescribió incansablemente sus relatos. Decía que en una frase hay una especie de palanca que puedes agarrar y girar apenas, lo justo, ni más ni menos, hasta que todo encaja. Quizá resulte difícil de imaginar, pero se aprecia en sus frases.

También es suya la memorable sentencia de que no hay hierro capaz de atravesar el corazón humano con la fuerza de un punto colocado en el lugar preciso.»


El arte de la ficción siempre será mucho más que una campaña de marketing, una etiqueta, una firma de libros, un montón de groupies en Instagram o colaboraciones editoriales. Cuando se acabe la función y los aplausos, será la obra la que permanezca. De cada escritor@, de su trabajo y trayectoria, depende cómo y cuánto será recordada.






30 de agosto de 2020

A corazón abierto - Elvira Lindo

Elvira Lindo era una autora a la que quería conocer pero nunca me decidía por cuál de sus obras empezar. Entonces me llegó la recomendación y préstamo de su último libro gracias a mi querida Marisa Sicilia. Ella y yo hemos hablado lo suficiente de nuestras familias para que captara en su entusiasta recomendación que esa historia, salvando las distancias, nos tocaba de manera especial a nosotras.

Partiendo de un episodio ocurrido en Madrid en 1939, la narradora de esta historia cuenta la apasionada y tormentosa relación de sus padres, y cómo la personalidad desmedida de él y el corazón débil de ella marcaron el pulso de la vida de toda la familia.

A corazón abierto es una novela que recorre nuestro país a lo largo de un siglo de grandes cambios y encierra un homenaje a una generación, la de quienes permanecieron en España en la inmediata posguerra, aquellos que, sin queja ni lamento, se concentraron en sobrevivir. 

Desde la mirada empática y curiosa de una gran observadora que sabe transformar en ficción cada destello de la memoria, Elvira Lindo convierte a sus padres en personajes literarios para aproximarse a ellos con libertad, lucidez y sabiduría. Como si de una composición musical se tratara, cada capítulo es una demostración de gran técnica puesta al servicio del puro placer de narrar las luces y las sombras de un pasado convertido para siempre en gran literatura.


Antes de iniciar la lectura creía que A corazón abierto era un homenaje a sus padres y, en cierto modo, puede que lo sea pero no hay nada idílico en lo que cuenta. La autora de Manolito Gafotas hace un ejercicio de memoria y de verdad desde la mirada y experiencia de la hija que reconstruye la vida de sus padres, esa vida llena de claroscuros.

Nunca pensé que encontraría entre sus páginas escenas que a mí me resultan tan tristemente familiares. Comportamientos, situaciones y sentimientos que me situaban frente a un espejo porque yo entendía muy bien lo que había detrás de las palabras de Elvira. Los rencores, las dificultades y malestares, las secuelas que los hijos acabamos acumulando a causa de nuestros padres.

«El estado de ánimo de mi casa dependía de los enfados y las reconciliaciones de mis padres. Era agotador amoldarse a ellos: tras una temporada de silencio y enfrentamientos de pronto una noche los oías charlar animadamente en el cuarto. Yo los odiaba entonces por haberme embarcado en una guerra en la que la paz se firmaba sin contar contigo. Ya casi no me acostumbraba a que estuvieran relajados y cuando les observaba momentos de complicidad me irritaba.»

Se detiene la autora en mostrarnos a ese padre que es víctima de una infancia difícil y que, en cuanto marido y padre dejaba un poco que desear. El retrato de un padre que, en ausencia de su primera esposa, envejece mientras sus hijos crecen y se adaptan a esa especie de fragilidad y bravuconería que suele acompañar a ciertos hombres en la vejez.

«Tiene una necesidad imperiosa de reconocimiento porque siente cómo su presencia se va diluyendo en el tiempo presente. Yo, que no puedo evitar reprenderle, siento pena con frecuencia de este jefe que se quedó sin subordinados, de este padre que perdió una autoridad tantos años indiscutida. Quisiera a veces levantarle el castigo y decirle, papá, durante el día de hoy puedes mandar arbitrariamente tanto como desees y nadie discutirá tus órdenes.»

«A veces, mi hermana y yo torcemos el gesto, porque se presenta a sí mismo como un padre abnegado, casado con una mujer enferma. Un tipo sufrido. Exigimos que cuente la verdad, la que nosotras presenciamos, a alguien que se ha pasado la vida rehuyéndola. Y no deja de ser estéril, y tal vez algo cruel, que queramos que se recuerde a sí mismo con crudeza cuando sabemos que ciertos recuerdos lo atormentan cuando está solo.»

Mi madre y yo hablamos algunas veces del pasado y es curioso como hay muchos acontecimientos felices que ocurrieron pero yo no recuerdo: celebraciones de cumpleaños, anécdotas y estancias en el pueblo con mis abuelos... Mis recuerdos de infancia y adolescencia tienen más que ver con un padre autoritario, con la tensión en ciertas reuniones familiares por la inminencia de comentarios fuera de tono y de lugar que nos incomodaban a todos, el recordatorio de que cada cosa que había en casa era gracias a las espaldas de mi padre. Un padre ausente al que todos en casa, incluida mi madre, teníamos que rendir cuentas. Por eso, quizá, admire a Elvira Lindo y su A corazón abierto. Porque hay una realidad ahí que yo conozco, que no me resulta ajena y ella la ha contado. Hay un dolor, un reconocimiento, una lista de agravios que ciertos hijos hemos ido acumulando hacia nuestros padres y que, para nuestra desgracia, pesan más que los momentos felices. Rencores que no ayudan a construir una relación del todo saludable porque ahí están siempre los resortes de la venganza saltando a la menor oportunidad, para dejar claro que hace tiempo que la autoridad paterna dejó de tener influencia en nuestras decisiones. Esa bola interior que nace y crece y que, a la más mínima señal de consejo o interferencia, amenaza con estallar diciendo: es mi vida y ahora soy yo quién decide cómo vivirla, soy yo la única persona a la que tengo que rendir cuentas, no necesito tu beneplácito y, desde luego, ya no lucho por conseguir tu aprobación. No por nada mi padre me dice que siempre tengo la escopeta cargada.
Hay recuerdos muy vívidos sobre el alivio que supuso independizarse (eufemismo de lo que en realidad era huir) del yugo paterno o ver firmada la sentencia de divorcio.

Elvira Lindo ha escrito este libro cuando su madre y mucho después su padre, han fallecido. Con la paz que supone que tus progenitores no están aquí para ver lo que una hija ha escrito sobre ellos y, por tanto, sin posibilidad de reproches ni escenas de orgullos heridos. Yo lo hago con el convencimiento y tranquilidad de que mis padres nunca sabrán que esta reseña existe y con la certeza de que ellos, quizá también mi hermano, darían un testimonio diferente, puede que más rico, también más compasivo.

Tendría que cerrar esta entrada recomendando esta lectura. Lo hago. Pero especialmente para quienes busquen un poco de alivio y entendimiento en las relaciones paternofiliales, para quienes necesiten que alguien les recuerde que la infancia no es una película americana en la que, desde sus literas y lamparitas que proyectan dibujos infantiles sobre las paredes de la habitación, los hijos de cinco años dan un beso de buenas noches a sus padres y les dicen espontáneamente te quiero. Las familias lo son cada una a su manera, las relaciones no siempre son idílicas. Hay veces que es necesario leer otras historias que te pongan los pies en el suelo y te recuerden que, sin ser perfectas, hay sitio para aceptarlas y entenderlas. Y es curioso lo que ocurre en familias como la de Elvira o como la mía: no vengáis nadie a decirnos que todo fue malo o que no nos queremos porque ahí estáis pinchando en hueso. El amor empieza cuando puedes verbalizar los sentimientos y lo haces a corazón abierto.


19 de agosto de 2020

Hilando fragmentos

«Solo aquel que acepta el vértigo
se merece las cimas»
Benjamín Prado

Hace unos días vi una película que tenía en su entradilla un pequeño fragmento de una entrevista que le hicieron a Jacques Brel -conocido por la famosa canción Ne me quitte pas- en 1971. Decía así:

«No me gusta la gente idiota. La idiotez es simplemente pereza. La idiotez es un tío que vive y se dice, ya tengo suficiente. Es ése que no mueve el culo y por las mañanas no se dice a sí mismo que no es suficiente, que aún no sé lo suficiente, que aún no he visto lo suficiente. La idiotez es una especie de capa de grasa alrededor del corazón y del cerebro.»

Paré la película y anoté la cita porque entiendo el fondo del asunto. 

Pienso mucho estos días en cómo hemos cambiado mientras nos adaptamos a convivir con la pandemia. No hablo de cambio como sociedad, más bien de manera individual. 

Sigo.

Entre los fragmentos que guardé de No entres dócilmente en esa noche quieta de Ricardo Menéndez Salmón se encuentra el siguiente:

«¿Era justo? ¿Razonable? La vida no es justa ni razonable. La vida es lo que sucede, todo en uno, uno en todo, aquí y allí, entonces y ahora, desde el inicio y a cada instante. La vida es un atropello, un anacoluto. La vida es invisibilidad y veneno. Una formidable extensión de tedio y sobresalto que se enciende con estrépito y se apaga como un fósforo.»

Lo que quiero decir, llegados a este punto, es que hay un termino medio, creo, entre lo que dice Brel y Menéndez Salmón.

Tiene que existir, al menos es lo que deseo, una parte de gente que entiende que la vida no es justa ni razonable y que, a pesar de ello, hace todo lo que está en su mano para que no crezca nunca una capa de grasa en su corazón y en su cerebro. Una masa silenciosa que continua luchando por tener una vida fértil, capaz de ofrecer algo valioso  y hacerlo sin ruido. No hablo de mansedumbre. Hablo de eliminar todo lo innecesario, abandonar los altavoces que no dicen nada salvo llevar al enfrentamiento y al desánimo. Hablo de apreciar lo suficiente un paseo por la noche bajo una luna inmensa o la imagen de candidez de unos vencejos que se paran a descansar en un tendedero: ser conscientes de cada pequeño instante que salva un mal día (y en estas palabras va un guiño a una amiga).

Publicaba Laura Ferrero un post en Instragram en el que hacía una lista de cosas a las que sobreviviremos. Y sobreviviremos a esta pandemia, eso es una certeza. Pero cuando lo hagamos ¿qué quedará de nosotros como sociedad y como individuos? Cuando todo pase, cuando en nuestro carnet de vida añadamos la palabra superviviente... ¿Habremos hecho algo para enriquecernos y enriquecer al resto? ¿Nos habremos preguntado en el proceso si sabemos lo suficiente, si hemos visto, sentido, experimentado, lo suficiente? Como dice Benjamín Prado ¿habremos aceptado el vértigo y merecido las cimas?

Yo sigo en proceso de aprendizaje. Observando, en silencio. Lo único que me permito son estos momentos y las charlas con la gente que quiero. Y leer, como antídoto de todo.


TENSA EL ARCO

La poesía:
una ballesta.
Y en el punto de mira, 
un corazón.

Roger Wolfe



8 de agosto de 2020

Los naufragios del corazón - Benoîte Groult


Tengo el ejemplar de Los naufragios de corazón encima de la mesa, a mi izquierda, mientras intento ordenar en una lista mental lo que quiero y no quiero contar de él. Empezaré diciendo que creo que es uno de esos libros que gustan mucho o no gustan nada a los lectores en virtud de los prejuicios, fantasmas y educación que cada uno tiene. Lo que nadie puede negar sin faltar a la verdad es que su autora, Benoîte Groult, domina el oficio de escribir.

La joven George siempre ha veraneado en el pueblo de la costa bretona donde vive Gauvain. Ambos se conocen desde que eran niños. Con el tiempo, él se ha convertido en un tosco marinero que, en teoría, no debería interesar lo más mínimo a alguien como ella, parisina, universitaria y de buena familia. Sin embargo, una noche, los dos se dejarán llevar por una atracción tan poderosa que ignorará cualquier convención social y que, inevitablemente, los unirá en secreto para toda la vida.


El párrafo anterior es parte de la sinopsis, así que las premisas están claras: ésta es la historia de la atracción de un hombre y una mujer que no tienen nada en común y que mantendrán un relación durante toda su vida. De verdad, no penséis que os acabo de estropear alguna sorpresa, porque hay que entrar en sus páginas para entender todo lo que la autora desea contarnos, una historia que no tiene nada de convencional.

Continúa: La escritora Benoîte Groult, famosa entre otras cosas por su reivindicación de los derechos de la mujer, quiso en esta novela dar voz a un personaje femenino profundamente libre y, a través de él, recrear el lenguaje de la pasión y la sexualidad femenina. Al tener como protagonista a una mujer emancipada que narra su deseo y sus experiencias con toda claridad, un terreno tradicionalmente reservado a la visión masculina, la obra se convirtió en un escándalo cuando se publicó en los años ochenta. Sin embargo, hoy en día está considerada una de las grandes historias de amor de la narrativa francesa contemporánea.

Aquí está el quid de la cuestión. Veréis, Groult nació en 1920 y esta novela se publicó en 1988, así que imagino el escándalo porque la protagonista -George- es una mujer que sabe muy bien lo que quiere y lo que no, lo que está dispuesta a aceptar en su vida, sus intereses intelectuales, laborales y sexuales. He dudado en la elección de la última palabra, ¿quiero decir sexuales o quiero decir amorosos? Hay una línea muy fina a lo largo de la novela sobre esta cuestión. Y aquí es donde intervienen los prejuicios del lector, al menos los míos: ¿estamos preparados para aceptar a un personaje femenino que toma las riendas de su vida y de sus deseos desechando las consecuencias que producirán sus actos?

«Escogí darle unas razones menos buenas pero que le parecían más aceptables (más mezquinas también), lo que le proporcionaría más seguridad. Pero el que habla el lenguaje de la razón es el que menos ama, Gauvain ya sabía eso por entonces.»

¿Estamos listos para que una mujer hable sin tapujos sobre su satisfacción sexual? ¿Y qué opinión nos merece el adulterio? ¿Hay razones suficientes para justificarlo o aceptarlo sin que juzguemos a los implicados? ¿Y qué pasa cuando ese personaje femenino manifiesta pensamientos en los que se siente en superioridad intelectual y cultural respecto a su amante?

«—¿Y qué? ¿Te molesta que estén contentos? Tú decides que la gente es estúpida en cuanto se interesa por cosas que a ti no te interesan —subraya Gauvain como si por fin descubriera el abismo que los separa—.»

«A los veinte años, lo queremos todo y podemos esperarlo todo, razonablemente. A los treinta aún creemos que lo conseguiremos. A los cuarenta es demasiado tarde. No somos nosotros los que hemos envejecido, es la esperanza.»

Lo cierto es que yo, a George, la entiendo y no me siento capaz de juzgarla y declararla culpable de actuar y elegir la vida que quiere y mucho menos de expresarlo con palabras. No la culparé de no esconder su deseo y experimentarlo desde su libertad individual. En el fondo ¿lo que sienten George y Gauvain es muy diferente a lo que sentirían los protagonistas de una gran historia de amor cuyas decisiones sean más convencionales o políticamente correctas?

«Iba a decir algo pero no encontraba las palabras cuando sentí la mano de Gauvain en el muslo. Noté cómo le temblaba.
—Sí— murmuré.
Y había muchas cosas en ese sí: sí, te sigo queriendo, pero también sí, es demasiado tarde y no vamos a seguir jugando a esto toda nuestra vida, sería ridículo, ¿no?»

Terminé el libro con algunas dudas despejadas pero pocas certezas, porque las relaciones no siempre son blancas o negras, hay toda una paleta de color en medio.
Certeza podría ser afirmar que es una lectura provocadora, estimulante y que no deja indiferente. Y que hay párrafos e instantes deliciosos. Lo suficiente para que se mantenga largo tiempo en nuestros pensamientos.

Mención aparte merece la edición y traducción de Libros del Asteroide. Es imposible no reconocer el trabajo bien hecho y esa siempre será una buena razón para recomendar un libro.





«Por primera vez desde que se apareció ante mí con el torso desnudo encima de una carreta, entre las espigas maduras, y acabó con mis sistemas (porque una emoción que dura veinte años equivale a un destrozo), ya no era un centauro triunfante, insensible al sufrimiento y al tiempo.»






28 de julio de 2020

El infinito en un junco - Irene Vallejo

(...)
«La libertad es una librería.
Ir indocumentado.
Las canciones prohibidas.
Una forma de amor, la libertad.»
(La libertad, Joan Margarit)



Terminé este fin de semana el libro que os mencioné en mi última entrada: El infinito en un junco, de Irene Vallejo. Esa misma semana, el 23 de julio, se celebraba un atípico Día del Libro.

No sé vosotras, yo sigo en modo pérdida. Veréis, no me interesa la moda ni que me sirvan en un restaurante y me dan mala conciencia los escasos pedidos online que tuve que hacer durante el estado de alarma. Puedo pasar sin viaje de vacaciones. Todas esas cosas me resultan prescindibles. Imaginad entonces en mitad de una pandemia. Salud, techo, comida, un trabajo que me permita todo eso, tener cerca y bien a mi gente. Enough. A mí esto me parece de lo más obvio, lo normal, pero tratar con otros te enseña que los valores y prioridades cambian de unas personas a otras. Como decía el personaje de Morticia Addams: "La normalidad es una ilusión; lo que es normal para una araña es el caos para una mosca"

¿Sabéis a lo que no me he acostumbrado? Al hurto del espacio donde los lectores encontramos nuestra paz, nuestra evasión. Yo sé que habrá gente aquí que me lea y me entienda. Esta tribu que somos adora entrar a una librería a dejar pasar el tiempo, las páginas y la vida. Y esa sensación es aún más intensa cuando la extrapolamos a las bibliotecas. Yo confieso: dos o tres horas vagabundeando entre las estanterías de una biblioteca, a la caza de un nuevo libro, hojeando aquí y allá, leyendo párrafos sueltos, apuntando títulos para recoger en el futuro... Una suma de tiempo y gestos, un paréntesis cualquier día de la semana conseguía equilibrarla. No necesitaba de poderes ni tretas, cruzaba las puertas de vuelta a casa con la sensación de que era invencible, las energías renovadas. Hasta eso nos ha arrebatado la nueva normalidad.

«La pasión del coleccionista de libros se parece a la del viajero. Toda biblioteca es un viaje, todo libro es un pasaporte sin caducidad.»



Quizá por todo esto leer El infinito en un junco me ha dejado cierta sensación nostálgica y a la vez reconfortante. Porque ahí está la historia de los libros, los clásicos, el poder de la palabra, lo enriquecedor del viaje y el conocimiento, las anécdotas en torno a los hechos que nos cambiaron, la evolución, lo tangible y lo legendario. 

La autora consigue transmitir su vasto conocimiento con un truco simple: ¿quién mejor que una persona que ama los libros para hablarnos de ellos? Un inciso: ojalá deje de ver en las redes la expresión amar los libros vinculada a ciertas acciones e intereses. Amar, por definición, debería aplicarse a todo acto desinteresado o de entrega. Fin del inciso. El texto está plagado de pequeñas historias, de guiños a cualquier lector medio, de afirmaciones en las que se encontrará una referencia, una emoción, una sensación familiar. El reconocimiento de la tribu del que hace tiempo os hablé.


«Los libros nos convierten en herederos de todos los relatos: los mejores, los peores, los ambiguos, los problemáticos, los de doble filo. Disponer de todos ellos es bueno para pensar, y permite elegir.»



«Los libros no han perdido del todo ese primitivo valor que tuvieron en Roma, la sutil capacidad de trazar un mapa de los afectos y las amistades. Cuando unas páginas nos conmueven, un ser querido será el primero a quien hablaremos de ellas.
(...)
Ciertas lecturas son una forma de derribar barreras, ciertas lecturas nos recomiendan al desconocido que las ama.
(...)
A pesar del empuje de la mercadotecnia, los blogs y las críticas, las cosas más bellas que hemos leído se las debemos casi siempre a un ser querido -o a un librero convertido en amigo-. Los libros nos siguen uniendo y anudando de una forma misteriosa.»


Nos han despojado del placer de pasear entre las estanterías de las bibliotecas y de la expectativa de elegir sin prisas y sin distancias de seguridad nuestras lecturas en las librerías. El Día del Libro no parece el mismo sin esas experiencias. Pero aún queda una leve esperanza porque, como dice Irene Vallejo, nos quedan los libros y también el placer de hablar de ellos y recomendarlos. 
No importa cuándo fueron escritos, en ellos encontraremos todo aquello que nos hace más conscientes de nosotros mismos, más vulnerables y más humanos. Me conmueve y me transporta el fragmento final que os dejo para cerrar esta entrada. Buscad la escena original entre las últimas páginas de La Ilíada de Homero. Nos une mucho más que aquello que nos separa.


«En el cruel universo bélico, los jóvenes mueren y los padres sobreviven a sus hijos. Una noche, el rey de Troya, se aventura a solas hasta el campamento enemigo, para rogar que le devuelvan el cadáver de su hijo, con el fin de enterrarlo. Aquiles, el asesino, la máquina de matar, se compadece del viejo y, ante la imagen de dolorida dignidad del anciano, recuerda a su propio padre, a quien no volverá a ver. Es un momento conmovedor en el que el vencedor y el vencido lloran juntos y comparten certezas: el derecho a sepultar a los muertos, la universalidad del duelo y la belleza extraña de esos destellos de humanidad que iluminan momentáneamente la catástrofe de la guerra.»