Permitidme la licencia de usar el título de la novela de Amélie Nothomb para esta entrada pero, ¿no es este nuestro estado general? Estupor y temblores.
No sé cómo lo hace el resto de la gente para mantener la cabeza a raya. No me refiero a momentos concretos, me refiero a esta suma de días y de incertidumbre.
Yo estaba acostumbrada a ser tajante, a que lo blanco era blanco y lo negro, negro. Poco espacio para los grises. Y aquí estoy, con toda la maldita gama cromática a mi disposición.
No soy de las que opinan que algo bueno saldrá de esto y cada vez me chirría más la publicidad que nos muestra esa supuesta felicidad y burbuja en la que vivíamos antes y a la que estamos deseando regresar. Pienso en los Don Drapers de las agencias frotándose las manos, apelando a una falsa normalidad y al deseo de volver a ella. Todo saldrá bien. ¡Ja!
Siempre he sido más de los dos minutos de Carlos del Amor en el telediario, de su maestría para usar lo cotidiano y hacerte llorar. De cero a cien en veinte segundos. Sin venderte nada. Ni bebidas refrescantes, ni planes de pensiones, ni playas desiertas.
Estupor y temblores. Así pasan los días. Recopilo información de mis seres queridos: si están bien, si necesitan algo (aún sabiendo que en la distancia poco pueda hacer, pero sintiéndome mejor por ello), tomando el pulso a la realidad (si es verdad que está pasando lo que dicen en la televisión, en tal o cual hospital o zona).
A veces, leer un artículo o un comentario, te coge de la solapa y te arrastra al pasado. Hace unos días me pasó porque una chica de Instagram había hecho sopaipas como las hacía su madre. Y ahí es donde una imagen o una palabra te zarandea y te lleva a los domingos de Pascua, cuando tu abuela paterna, que apenas si podía mantenerse diez minutos de pie, se pasaba horas en la cocina, amasando harina y agua y friendo sopaipas para el desayuno de sus nietos. Con chocolate caliente. El mejor desayuno del mundo. Y luego piensas en que la última imagen de tu abuela, la que más recuerdas quizá por ser la última, es esa en la que estaba postrada en una camilla de hospital, sedada y dejándose ir. Yo pude cogerle la mano. No le dije cuánto la quería y cuánto sabíamos que nos quería, porque siempre había alguien más de la familia en la misma habitación. Qué estúpida es a veces la vergüenza.
Pienso mucho en ella estos días. Mi abuelo paterno falleció en una residencia y la enfermedad le hizo ser mejor los últimos días. En el entierro poca gente tuvo una palabra amable, más bien todos recordaban el mal genio que gastaba. Genio y figura decían, cuando sabías que lo que querían decir es que a veces era un poco cabrón. Pero la enfermedad le convirtió en un abuelo adorable y cariñoso al final y eso le reconcilió con parte de la familia. También pienso mucho en él estos días.
Decía Ray Loriga que la memoria es el perro más estúpido: le tiras un palo y te trae cualquier cosa. Pues un poco así, cada día.
Solo me queda mi abuela materna. Está estupenda a sus ochenta y tantos, vive en una casa con patio, un pozo y un limonero en el pueblo, y le dejan la compra en la puerta. Hace videoconferencias con toda la familia. Con la única hermana que le queda y vive en Francia desde la época del hambre, con sus hijas y nietas. Dice que ahora sus sobrinas de Barcelona la llaman mucho. Efectos secundarios de esta pandemia. Todos insistimos: no salgas, solo al patio a que te dé un poquito el sol, y ponte música (porque desde que murió mi abuelo, hace años, sufre de los nervios). Mi prima le hace vídeos desde la puerta mientras hace gimnasia y se ríe porque en el fondo se siente un poco ridícula. Nos lo envía: "mirad a la yaya, haciendo estiramientos como si fuera Eva Nasarre". Nos reímos y sentimos un alivio infinito. En realidad todos queremos comprobar que está bien porque no queremos pasar por lo que muchas familias están pasando. Cuando llegue su momento, queremos poder cogerle la mano.
No creo que algo bueno salga de esto. Pienso en todo aquel que ha perdido a alguien sin despedirse. Son demasiados y no hay freno. Hay un dicho africano que dice que cada vez que muere un anciano se pierde una biblioteca. Quizá por eso cambio de canal cuando alguna marca intenta obligarme a sentirme bien a costa de las emociones. Estar triste, sentir miedo, llorar por las pérdidas está bien. Sentir rabia por lo que está pasando, también. Así que solo se me ocurre una manera de cerrar esta entrada: Fuck off, Mr. Wonderful!.