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20 de septiembre de 2020

Los chicos de la Nickel - Colson Whitehead

Los chicos de la Nickel, de Colson Whitehead, ha sido galardonada con el Premio Pulitzer 2020 y publicada este mes de septiembre por el grupo editorial Penguin Random House. A pesar de tener su anterior obra, también Premio Pulitzer -El ferrocarril subterráneo-, esperando en mi estantería no pude resistir la atracción que me produjo su sinopsis.

Desde pequeño, Elwood Curtis ha escuchado con devoción, en el viejo tocadiscos de su abuela, los discursos de Martin Luther King. Sus ideas, al igual que las de James Baldwin, han hecho de este adolescente negro un estudiante prometedor que sueña con un futuro digno. Pero de poco sirve esto en la Academia Nickel para chicos: un reformatorio que se vanagloria de convertir a sus internos en hombres hechos y derechos pero que oculta una realidad inhumana respaldada por muchos y obviada por todos. Elwood intenta sobrevivir a este lugar junto a Turner, su mejor amigo en la Nickel. El idealismo de uno y la astucia del otro les llevará a tomar una decisión que tendrá consecuencias irreparables.

Después de El ferrocarril subterráneo, Colson Whitehead nos brinda una historia basada en el estremecedor caso real de un reformatorio de Florida que destrozó la vida de miles de niños y que le ha hecho merecedor de su segundo premio Pulitzer. Esta deslumbrante novela, a caballo entre el momento presente y el final de la segregación racial estadounidense de los sesenta, interpela directamente al lector y muestra la genialidad de un escritor en la cima de su carrera.



Habitualmente, los casos de abusos y agresiones físicas a menores han tenido cierta presencia en el cine: Los niños de San Judas, Sleepers, Spotlight..., son algunos ejemplos. Los chicos de la Nickel está inspirada en la historia de la escuela Dozier para Chicos de Marianna, Florida. Lo que se vendía al mundo como un reformatorio-escuela era en realidad un lucrativo negocio para sus administradores y trabajadores que disfrutaban además de total impunidad para aplicar malos tratos a los jóvenes que acababan tras sus muros. La diferencia es que el componente racial suponía un plus para traspasar todos los límites. Jóvenes que acababan allí con cargos y acusaciones por delitos menores que, una vez dentro salían más dañados o, en el peor de los casos, no salían. Especialmente si eras negro.

La historia de Elwood y Turner le sirve a Whitehead para denunciar algunas de las prácticas que allí se realizaban: la corrupción, los malos tratos, las secuelas. El autor no necesita dar demasiados detalles para que entendamos lo que ocurría en el centro y para volver a poner al descubierto el nivel de racismo que existe en EEUU. Lo muy profundamente arraigado que está. El racismo ha sido siempre una infección que se extiende sin hacer demasiado ruido, pero cuyos efectos son devastadores. En los últimos tiempos, los dispositivos móviles están poniendo en evidencia y mostrando lo que los afroamericanos llevan décadas denunciando.

Pensaba en lo ingenuo que es decir nivel de racismo que existe en EEUU. Imagino que forma parte de esos mecanismos de alejamiento de la realidad que tanto usamos en nuestra sociedad. Como si eso fuera cosa de los americanos y de nadie más. Como si aquí no existiera una infección en el mismo sentido, aunque con perfil bajo.

Hace algunas semanas, cuando todavía tenía que coger un cercanías para desplazarme al trabajo, fui testigo de uno de esos momentos que son como una bofetada de realidad. Entraba en la estación y vi como un chico con uniforme de seguridad le decía a otro compañero que se dirigía al andén algo así como déjalo en paz. El individuo en cuestión: varón, metro noventa de estatura, corte de pelo a cepillo, andares de Clint Eastwood impartiendo justicia y cuerpo de gimnasio con exceso de esteroides. Todo su lenguaje corporal lo gritaba a voces: era un capullo buscando un saco de boxeo a las siete de la mañana. La víctima, un chico negro que estaba sentado en uno de los bancos del andén. Desconozco la grave infracción que había cometido pero el resultado fue que el machaca de turno tuvo que ser apartado del andén por dos compañeros mientras éste insultaba y amenazaba al usuario del tren que se mantuvo en todo momento sentado en el banco sin responder a sus provocaciones. Lo que todos supimos en ese momento fue que la persona que se suponía que debía de velar por la seguridad de todos los usuarios del transporte era dos cosas: un abusón y un racista. Están por todas partes. Últimamente se disfrazan de patriotas.

No creo que los libros conviertan a las personas, las hagan mejores, sean el antídoto para todo.  Simplemente no es algo universal y sería naíf pensar que una persona que lee refuerza los valores que toda sociedad debería defender y sobre los que debería asentarse. Pero creo que leer Los chicos de la Nickel puede ser una buena manera de no mirar hacia otro lado, de ampliar y reflexionar sobre lo que ya sabemos o creemos que sabemos. Una forma de entender por qué, cada vez que salta la noticia de una nueva agresión policial en EEUU, los afroamericanos salen a sus calles exigiendo justicia y medidas contra dichos abusos. Son sus cuerpos lo que defienden, sus vidas. Cuerpos que generan gran parte de las ganancias que el sistema carcelario estadounidense ha ido perfeccionando con el tiempo.

Estoy deseando saber qué tiene que contarme Colson Whitehead en El ferrocarril subterráneo.


13 de septiembre de 2020

El arte de la ficción

El panorama literario está casi siempre repleto de contradicciones. He aprovechado un tiempo de desconexión para ponerme al día con mis lecturas (que no con mi lista de pendientes) y ya tenía ganas de sentarme frente a la hoja en blanco y hablaros de ellas.

Hace unas semanas comentaba en Instagram que me había dejado conquistar por Sally Rooney y su novela Gente normal gracias a la recomendación y reseña de Una bloguera eventual. Una de las cosas que más valoré fue que consiguió engancharme a su historia y terminarla en dos o tres días. Mi querida Miss Brandon ya me había hablado de Conversaciones entre amigos, la primera novela que se tradujo y publicó en España así que, aprovechando el rebufo, también cayó estos días.

Si tengo que quedarme con una de las dos, esa es Gente normal. Veréis, Sally Rooney tiene 29 años y publicó su primera novela hace tres. Se dice de ella que es la nueva promesa, la autora millenial y un montón de etiquetas más. Puede que quizá también por su éxito (hay quien no se lo perdona) le lluevan críticas positivas y negativas sin término medio. 


Marianne y Connell son compañeros de instituto pero no se cruzan palabra. Él es uno de los populares y ella, una chica solitaria que ha aprendido a mantenerse alejada del resto de la gente. Todos saben que Marianne vive en una mansión y que la madre de Connell se encarga de su limpieza, pero nadie imagina que cada tarde los dos jóvenes coinciden. Uno de esos días, una conversación torpe dará comienzo a una relación que podría cambiar sus vidas.

Gente normal es una historia de fascinación mutua, de amistad y de amor entre dos personas que no consiguen encontrarse, una reflexión sobre la dificultad de cambiar quienes somos. La segunda novela de Sally Rooney acompaña durante años a dos protagonistas magnéticos y complejos, dos jóvenes que llegamos a entender hasta en su contradicción más sonada y en sus más graves malentendidos. Esta es una historia agridulce que muestra como nos conforman el sexo y el poder, el deseo de herir y ser herido, de amar y ser amado. Nuestras relaciones son una conversación a lo largo del tiempo. Nuestros silencios, lo que las define.


A mí Gente normal me gustó mucho. Su estilo sencillo, sus protagonistas veinteañeros, su trama y conflictos sobre temas que ahora podrían parecer alejados de lectores de cierta edad es, en mi opinión, mera apariencia. Puedes quedarte en la superficie o puedes ahondar un poco en el fondo. Porque en ese fondo están las cuestiones universales que afectan a nuestra sociedad: las relaciones interpersonales, la desigualdad de clase, la posición y encaje de cada individuo dentro del grupo, las enfermedades y trastornos mentales, el sexo, la dependencia, las relaciones familiares y el amor.
Marianne y Connell son alumnos brillantes, buscan encajar en su entorno, tienen que decidir qué hacer con su futuro y todos sabemos la ansiedad que nos crean las expectativas. Ya lo dice el título y se menciona en varios momentos: quieren ser gente normal

No sé vosotras pero a mí, cuando escucho esa frase recurrente de ojalá tener otra vez veinte años, se me pone el vello de punta e inmediatamente reniego: mira no, a mí no, a mí me dejas mi cabeza de ahora, mi seguridad de ahora, mi vida de ahora. Yo no quiero pasar por mis veinte otra vez, porque eso es volver a sentirme como Marianne y Connell. No quiero tener que decidir qué hacer con mi vida, mis estudios y futuro profesional, mis medios económicos limitados, o mis relaciones amorosas tóxicas que no supe detectar en su momento. De esa batalla ya salí y quizá por eso es por lo que creo en la historia y la escritura de Sally Rooney. Es algo que me suena.

Han estrenado recientemente la serie en la BBC y para mí es una de las mejores adaptaciones que he visto jamás de un libro. Los actores son absolutamente maravillosos y la química de ambos traspasa la pantalla.

Conversaciones entre amigos tiene algunos puntos en común, quizá por eso no me ha sorprendido y la deriva de la historia no ha conseguido emocionarme tanto. No es que sea una novela inferior, creo que hay puntos muy favorables, es solo que no son comparables y, por tanto, os invito a que le deis una oportunidad a ambas y decidáis.


Empezaba diciendo que el panorama literario suele estar lleno de contradicciones. Lo decía porque quería leer algo de James Salter (al final he comprado Años luz), y estos días he leído El arte de la ficción, con prólogo de Antonio Muñoz Molina cuyo inicio empieza así:

«Leyendo las conferencias sobre el arte de la ficción que James Salter dio en la Universidad de Virginia en 2014, uno no puede creerse que esas palabras hayan sido escritas y dichas por un hombre de ochenta y nueve años. Y el motivo no es el grado de lucidez que muestran y la agudeza de sus observaciones, sino el aire de asombro y de tanteo que irradia de ellas, de entusiasmo a la vez sobrio y romántico hacia el oficio de escribir y las posibilidades de la literatura.» Más adelante añade«Hay quien antes de publicar e incluso de escribir ya habla como si fuera un escritor, como si formara parte de ese club, de ese gremio.»

No he leído aún a Salter pero sí que últimamente veo referencias a él por todas partes. Es un autor muy apreciado por sus compañeros de oficio, con una biografía interesante. Estuvo doce años en las Fuerzas Aéreas y fue piloto de combate. Pasados los cuarenta dejó ese trabajo e inició su carrera como escritor y guionista. Estoy segura de que, de seguir vivo, le sorprendería el éxito de Rooney

No sé cómo resultarán sus novelas pero reconozco que me ha gustado El arte de la ficción. Comparto algunas de sus afirmaciones, especialmente ahora que cualquiera, con mucho o nulo talento, se autodenomina escritor@ y se coloca en las listas de Amazon o es superventas en una editorial. No es una crítica, es un hecho. 

«Los libros que he leído y he disfrutado los recuerdo bastante bien, y con esos autores desarrollo una especie de vínculo. Creo que a muchos lectores les ocurre lo mismo. Si el libro es bueno, el escritor también ha de serlo. Ese sentimiento puede ser de admiración, de fascinación, y a veces incluso de cierta idolatría. He conocido a demasiados escritores como para que se me ocurra idolatrarlos, pero entiendo que suceda.»

Me gusta leer o escuchar a gente como James Salter, Sally Rooney o Antonio Muñoz Molina. Me recuerda que entre tanto ruido quedan personas que tienen algo que aportar, a modo de opinión, de reflexión, de crítica o de obra literaria. Me reconcilia con el gremio, con quienes no buscan atajos, con quienes se toman esta profesión en serio.

«Bábel escribió y reescribió incansablemente sus relatos. Decía que en una frase hay una especie de palanca que puedes agarrar y girar apenas, lo justo, ni más ni menos, hasta que todo encaja. Quizá resulte difícil de imaginar, pero se aprecia en sus frases.

También es suya la memorable sentencia de que no hay hierro capaz de atravesar el corazón humano con la fuerza de un punto colocado en el lugar preciso.»


El arte de la ficción siempre será mucho más que una campaña de marketing, una etiqueta, una firma de libros, un montón de groupies en Instagram o colaboraciones editoriales. Cuando se acabe la función y los aplausos, será la obra la que permanezca. De cada escritor@, de su trabajo y trayectoria, depende cómo y cuánto será recordada.