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11 de abril de 2019

Después de mil balas (I) - Izet Sarajlić - Prólogo de Erri De Luca


Voy a hablar de Después de mil balas en dos entradas, os contaré la razón. Cuando vi un poemario escrito por un sarajevita me asaltó la curiosidad. Quería saber si ese poeta era como Gojko, el amigo de Gemma, la protagonista de la novela La palabra más hermosa. Si se parecían no lo sabré nunca, pero ya se había encendido la llama. 

Nunca me había planteado la importancia de un prólogo. Normalmente no llego a leerlos completos. Suelen estar escritos por editores, amigos, el propio autor... Pero leyendo el maravilloso prólogo que Erri De Luca le hace a esta obra me he llegado a plantear si  podría entrar dentro de un género literario como lo es el relato.
Por eso Después de mil balas va a tener dos entradas. La primera, con la transcripción del prólogo de De Luca (y que me ha puesto tras la pista de sus libros publicados). La verdad es que no sé si esto traspasa los límites de derechos de autor... 
La segunda entrada la dejo para el domingo. Ya sabéis, es cuando toca la poesía.

PRÓLOGO

<<¿Quién cubre el turno de noche para impedir el secuestro del corazón del mundo? Nosotros, los poetas>>  En el asedio más largo del siglo XX, en la Sarajevo de los años noventa, los ciudadanos acudían a las veladas de poesía en la penumbra de una ciudad sin corriente eléctrica. Experimentaban así que en una guerra sólo los versos son capaces de corregir a fuerza de sílabas milagrosas el tiempo sincopado de los sollozos, el ragtime de las granadas, el ojo de una mirada telescópica en el cogote. Los versos acarrean la responsabilidad de la palabra enmudecida. Los poetas leían o recitaban de memoria sus cantos en una ciudad asediada. A los italianos que iban a visitarlo al cerco de Sarajevo les decía: <<Bienvenidos a la cárcel más grande de Europa>>. Los poetas cubrían el turno de noche en Sarajevo para impedir el secuestro del corazón del mundo.

La biblioteca, una magnífica obra artesanal del arte islámico en Europa, estaba reducida a añicos y cenizas. La artillería de los sitiadores se concentraba en monumentos, cementerios, mezquitas, para borrar de la faz de la tierra la sombra y la raíz del adversario. Las palabras habían emigrado de los libros bombardeados, giraban a ciegas las páginas invisibles, mientras desde las colinas se encendían las llamitas de los disparos de los francotiradores. Los poetas cubrían el turno de noche.

Izet Sarajlić recibió dos veces a domicilio la visita de dos guerras. La Mundial le arrebató a su hermano mayor, Ešo, al que adoraba, fusilado en el cuarenta y tres por los camisas negras italianos. A quien le reprochaba su amor por la lengua italiana junto con la rusa, contestaba que su hermano había sido fusilado por los camisas negras del mundo. Porque su hermano Ešo era un combatiente, y hubiera podido caer en Stalingrado, en la defensa de Madrid, en el gueto de Varsovia, en cualquier lugar en el que entrara en liza el choque entre la libertad y la opresión.
Adoraba Italia e iba allí a menudo después de la guerra. En alguna velada alrededor de la mesa de mi cocina le salían del vozarrón eslavo algunas estrofas cantadas en italiano: <<Non ti potrò scordare piemontesina bella, tu sei la sola stella che brillerà per me>> [nunca te olvidaré, hermosa piamontesina, serás la única estrella que brillará para mí]. O bien la canción rusa Ochi chornye, ojos negros, que cargaba de énfasis y de gestos con las manos en la segunda estrofa: <<Kak lyublyu ya vas, kak boyus´ya vas>> [cuánto te amo, cuánto te amo].

Italia era para él el martillo rojo que está en los vehículos públicos, empleado para romper el cristal en caso de incendio: Bosnia era el autobús en llamas e Italia el martillito rojo que abría la salida de emergencia. Prefería de entre los poetas a Alfonso Gatto y a Nazim Hikmet, bebía vodka y aguardiente como yo bebo vino y después se levantaba de la mesa más derecho que antes y el blanco de su pelo resplandecía aún más. De nosotros dos decía que éramos los hermanos Grimm: en el siglo más zarandeado y desbocado de la historia humana, nos dedicábamos a escribir cuentos.
En una noche de granadas que explotaban al tuntún en su colina, escribía con toda su voluntad de contradecir a la destrucción: << Una noche como ésta inconscientemente te preguntas cuántas noches de amor te quedan>>. No supo odiar, no supo maldecir ni siquiera a aquellos que a través de la mira de un fusil tiraban al blanco de un niño en la calle. Quiso reafirmar el verbo amar, que sus coetáneos, los poetas y quienes no lo eran, sentían pudor por teclear a máquina. Le gustaba la palabra ammore, que en napolitano se redobla en el centro.

Durante los años de asedio escribió El libro de los adioses. Se despedía así de los amigos que se habían ido hacia un exilio cualquiera o bien habían sido acompañados al cementerio de noche, porque de día los cortejos fúnebres eran un blanco fácil. Las fosas se excavaban de noche: <<En Sarajevo hemos sido todos sepultureros>>.
En un poema se despedía de una calle vaciada por las granadas, en otro se despedía de un tranvía que había dejado de pasar. En una guerra, un poeta es una especie de Noé, monta a bordo de su barco de papel una recolección de personas y lugares, los conserva al resguardo del diluvio y los hace desembarcar en la tierra seca de una posguerra. <<No veo la hora de poder escribir por segunda vez en mi vida mis poemas de la segunda posguerra.>>
Y consiguió llegar al desembarco en la tierra firme de la tregua. Había perdido a dos hermanas en aquella condenación, convertido en hijo único.

<<Pero yo no puedo dejar de ser hermano>>, me escribía a mí también, buscando a su alrededor poder ejercer su anhelo de fraternidad.


Ya lo sé, ésta es la introducción al libro de un poeta y no una recopilación de efectos personales. Y, sin embargo, creo que un poeta debe convertirse en miembro de la familia y no quedarse en autor de versos publicados. Pero también creo que un poeta paga sus versos con la vida que lleva. En un poeta busco, exijo, que su vida esté a la altura de sus páginas. De un escritor en prosa me trae al fresco si es un canalla o un santo. De un poeta, en cambio, no pueden salir buenas líneas si su existencia no se ha visto cepillada en el río por una almohaza de hierro. Por eso el siglo XX ha sido el siglo de los poetas.
Por eso Izet Sarajlić tenía que ser maestro de lealtad civil quedándose en Sarajevo hasta el último día de la mala hora. Con sus versos habían alimentado su voz los enamorados de dos generaciones. Quien ha sido responsable de la felicidad, lo es también de la infelicidad. Por ello permaneció en fila india, pegado a los muros, delante de un horno que había recibido harina, delante de una fuente que volvía a manar. ¿Cuál es el cometido de un intelectual, de alguien que tiene un pequeño derecho de audiencia pública? Quedarse, compartir la avería que le sobreviene a su pueblo. Su presencia en la ciudad era el mejor consuelo para sus conciudadanos.


También fue maestro de fidelidad amorosa, y amó a la mujer de su juventud hasta el último día de su alianza cogidos del brazo. Ella murió, dejándolo poco menos que demediado, un día de febrero del noventa y siete, con la guerra recién acabada. Él, en las habitaciones carentes de ella, era un soldado que volvía del frente  y no hallaba a nadie. Sin ella sólo había exilio. Él, que no había querido abandonar Sarajevo, sin ella se sentía sin patria y sin ciudad. Entonces iba a empaparse de lluvia al cementerio, para compartir con ella la misma agua. Y hasta el final de sus días fue un marinero varado en una playa que aguarda para abandonar la tierra firme.
<<Esos dos abrazados a orillas del Rin / podríamos ser nosotros dos. / Pero nosotros no volveremos a pasear / abrazados por ninguna orilla. / Ven, paseemos al menos en esta poesía.>>



Izet Sarajlić murió en una de sus habitaciones por voluntad de ser alcanzado. A mí me corresponde interrumpir la distancia cada vez que lo nombre, lo escribo, lo canto en mis veladas sobre la elevación de un estrado. Mientras reúno algunos de sus versos para quienes están sentados en la penumbra de una sala, los empuño también como si fueran un ramo y los deposito ante una puerta de Sarajevo, la ciudad de Izet Sarajlić.

<<¿Quién cubre el turno de noche para impedir el secuestro del corazón del mundo? Nosotros, los poetas.>> A ellos les corresponde arrebatar a la muerte el derecho a la última palabra.

Traducción de Carlos Gumpert

* Las fotografías son del fotoperiodista Gervasio Sánchez, tomadas en Sarajevo.


6 comentarios:

  1. Recuerdo la colección que sacó El Mundo de Clásicos de la Literatura, todos traían un prólogo escrito a su vez por grandes autores, algunos eran al menos tan bonitos e interesantes como los propios libros, pero ninguno tan emocionante como este. Siempre consigues que queramos saber más, sobre Erri de Luca, sobre Izet Sarajlié, siempre encuentras la belleza incluso en medio del más abrumador dolor (preciosas, como solo la vida puede serlo, las fotos de Gervasio Sánchez). Espero esa otra entrada.

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    1. A veces ni siquiera necesitamos que, aquello que nos conmueve, sea bello ¿verdad? Pero si encima lo es...
      Gracias, además, por tus palabras. No sería lo mismo estar aquí sin tu aliento. Todo lo que hacemos tiene un valor extra cuando sabemos que toca el corazón de alguien más. Por eso, aunque un poco improvisada, he cumplido con la publicación de hoy, domingo. Lo de cerrar círculos también lo he aprendido de ti.

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  2. La semana pasada leí uno de los mejores prólogos que han caído en mis manos. El de "A sangre y fuego" de Manuel Chaves Nogales. Lo escribe él desde el exilio y es una puñetera maravilla. "Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba." Me pone los pelos de punta ese fragmento. Dicen que es uno de los mejores libros que se han escrito sobre la Guerra Civil, yo lo llevo a medias, ahora mismo no me apetece nada seguir leyendo sobre guerras. Pero cuando lo termine te contaré.

    Ganas de que llegue el domingo y nos sigas hablando de esta maravilla.

    ¡Mua!

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    1. Como le decía a Marisa, aunque el fin de semana se me escapó casi sin darme cuenta, dejé algo de su poesía.
      Y te diré que, aunque me he bebido estos dos días sin enterarme, me ha dado tiempo para ir a la librería y traerme conmigo la preciosa edición de Asteroide de "A sangre y fuego". En los lugares comunes es donde nos emocionamos. Ya te contaré qué tal me pareció a mí también. No sé cuándo me pondré con él... "Después de mil balas" te deja con pocas ganas de leer sobre la guerra.
      Pero estoy segura de que encontraremos el momento para volver.
      Un beso, Moni.

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  3. Sólo puedo decir que esta entrada es preciosa.

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