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29 de junio de 2019

El jardín de la memoria - Lea Vélez

Hace varios años escuché hablar de El jardín de la memoria en la radio. Me impresionó la temática: Lea Vélez escribía una novela con claros tintes biográficos, una especie de diario de los últimos días de vida de su marido, que falleció víctima de un cáncer. Y, decían, lo hacía dejando un mensaje esperanzador. Con eso me quedé. Anoté el título y desde entonces estaba en mi lista de Goodreads.

Ahora que lo he leído, mis impresiones han tomado una dimensión nueva, un poco más exacta y realista, un poco alejada de lo que creía que iba a encontrar. 


«Fue un otoño extraordinario. El otoño en el que tú me enseñaste a vivir y yo te enseñé a morir. Durante la última aventura, filosofamos, investigamos, leímos las viejas cartas de tu hermano Stephen. Las cartas que relatan una época y un pasado familiar. Gracias a una antigua foto en un sobre con matasellos de Sheffield, encontré respuesta a la dudosa paternidad de Gill. Me encanta hacer de detective. Las cosas de Stephen siguen en la buhardilla, metidas en sus cajas de bombones y a veces las saco y releo una poesía del cuaderno infantil. Allí, en la Inglaterra de 1957, estaban las respuestas y mientras yo escribía este Jardín transcribiendo cartas amarillas por el tiempo, tú lograste perdonar. Pienso en la sonrisa del otro protagonista de este relato: Francesc Boix. Te fascinó la vida del republicano español, testigo de Núremberg, fotógrafo de guerra. Yo te contaba sus hazañas, que están en esta novela y que no sé si es novela porque todo lo que se cuenta en ella sucedió de verdad.
Ese verano volvimos a Malmesbury. Tenías razón. 
No existe un lugar con más encanto en Inglaterra. Los niños se disfrazaron de caballeros y cruzaron aceros de plástico en los jardines de la abadía. Hicimos un picnic. Entre saltos, tumbas de piedra, juegos y merienda, esparcimos tus cenizas bajo un roble centenario. Entro de nuevo en este otro jardín, El jardín de la memoria, ojeo sus páginas, riego con cuidado el primer beso que nos dimos y ese último que a veces es como el primero de un nuevo cariño real, invisible. Ahora estás hecho de un aire que empuja con constancia mi columpio. Subo y bajo, y veo más allá de los campos y de los tejados, entendiendo cómo hay que vivir. Tres años después de aquel otoño extraordinario, me siento plena, sabiendo que ganamos y que había que contarlo. Para demostrar lo que digo, aquí está nuestra historia.»


Iba a iniciar esta entrada diciendo que El jardín de la memoria me ha recordado a La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero y, mientras lo pensaba, me di cuenta de lo injusto que sería hacer esa comparación. Es cierto que ambas tratan del duelo, de la muerte de sus respectivas parejas, y que se centran en personajes históricos para ir hilvanando su historia:  Rosa Montero lo hacía con la premio Nobel Marie Curie, Lea Vélez lo hace con el fotógrafo republicano Francesc Boix. Y, sin embargo, las semejanzas acaban ahí.

Lea Vélez es capaz de contar cómo afrontó los meses previos a la muerte de George con una fuerza, resignación y sentido de la realidad que desarman. Como lectora, no me he sentido testigo de escenas idealizadas ni de falsos sentimentalismos. Como persona, he entendido la contención de la autora en ciertos momentos y me he dejado llevar cuando, algunos párrafos después,  las emociones estaban ahí, desnudas, en el momento exacto en que exigían abrir las compuertas. Hay verdad en su relato.

Además de todo eso, me ha fascinado reencontrarme con un personaje como Francesc Boix. Un ejercicio de memoria y de recuerdo a uno de los republicanos españoles más conocidos, superviviente de la guerra civil española, prisionero del campo de Mauthausen y uno de los principales testigos que declararon en Los Juicios de Núremberg. Las fotografías que consiguió sacar del campo cambiaron el destino de varios criminales nazis.
Mientras leía su propio guion cinematográfico, el que Lea teje en la novela, sonreía pensando qué opinará ella de esa película estrenada hace poco en la que a Boix lo interpreta el actor Mario Casas. Sonreía porque imagino toda la ironía que destila habitualmente en las redes sociales puesta al servicio de una crítica sobre la cinta.

El jardín de la memoria tiene apenas doscientas cincuenta páginas y, aún así, la autora hace otro hueco para hablar de la familia de su marido. La muerte prematura del hermano mayor, Stephen, las tensas relaciones del matrimonio de sus padres, las dudas sobre la paternidad de su última hermana...

Creo que el mérito de la obra está en la manera en la que temas tan diversos y delicados son tratados, reunidos y almacenados en este jardín de la memoria. Creo que, cuando se tocan temas tan "humanos" es muy difícil llegar al lector. 


«Escribo adrede algo que en apariencia no debería de ser nada comercial porque como Boix, insisto, tengo un proyecto. He dicho adrede y lo mantengo. Yo trato conscientemente de evitar que mi novela pueda ser colgada de ninguna percha y mucho menos comercial. La razón de este extraño experimento no es una fanática postura literaria. No es desprecio por el dinero o por la sociedad de consumo. Es sólo que quiero ser exhaustivamente sincera porque creo que, irónicamente, el verdadero éxito, ya sea comercial o humanístico, nace de la verdad. No sé si me he explicado. Quiero probar que mi ruta anticomercial es más comercial que cualquier otra.»


Quizá el secreto esté en que, como confiesa la propia autora, nunca pretendió hacer una obra comercial, más bien una obra honesta y sincera. Y en esa honestidad, es fácil reconocerse.