.Image { text-align:center; }

30 de noviembre de 2021

Nuevo pequeño catálogo de seres y estares.

 Yo también he conocido el desasosiego interior del exilio,
la peligrosa sensación de no estar en casa en ninguna parte,
el centro disperso, el amor dividido;
ni aquí, ni allí, el salto a través del océano,
el vaivén entre dos firmes lealtades;
americana, salvo por una diferencia: las despedidas.

De todos nuestros viajes.
May Sarton.

En los últimos años he hecho hasta cinco cambios de residencia, con sus correspondientes mudanzas. Los días previos están llenos de excitación y miedo. Es partir de cero cada vez e intentar hacer de tu última morada un hogar. Madrid me acogió los últimos once años con la dureza y el deslumbramiento al que nunca llegas a acostumbrarte. La ciudad de las oportunidades, de las estrecheces, de levantarte cada día sabiendo que si tienes que ir de A a B, más vale que busques un buen modo de invertir ese tiempo que muy pronto sientes que te ha sido robado. Quizá por eso siempre hablo de que los libros son un consuelo, porque consiguieron que no sintiera hurtada cada hora de ida y vuelta a casa.

Dicen además que los libros contienen historias y sentimientos universales, que trascienden tiempo y espacio. Quizá por eso siempre me gustaron todas las referencias de la Odisea y el regreso del héroe a Ítaca. Yo emprendí un viaje teniendo como punto de mira el regreso a mi Ítaca. Pero a veces ocurre, como tan bien contaba Kavafis en su poema: que la meta no te haga perder de vista y que no empañe nunca el camino, el viaje.

Así que lo que hoy tengo presente es ese viaje, son los once años de experiencias, de descubrimientos, de encuentros y alegrías. Si me lo hubieran contado antes de partir, lo habría firmado. No habría querido perderme ni uno solo de los minutos en los que he sido feliz en una ciudad que a veces me pareció hostil y extraña.

Hay un montón de cajas apiladas en nuestro penúltimo piso esperando a ser abiertas, vaciadas y cuyos objetos serán reubicados en nuevas habitaciones, en las que entrará una luz distinta, una luz que me devuelve a casa. 

Hay un proverbio africano que dice: para educar a un niño, hace falta una tribu entera. Yo no puedo aplicarlo a la educación  pero sí que puedo decir que para tener una buena vida, para sentirla completa hace falta una tribu, una buena. Madrid siempre tendrá nombre de mujeres. Madrid es Marisa, Cris, Mara, Mónica, Paloma, Claudia, Ana, Laura... Es M. Ángeles y su luz del sur, es Esther y su luz del norte. 

Estos días me reuní con algunas de ellas y aunque siempre habrá futuras ocasiones para vernos y promesas de reuniones online, fue imposible no empezar a sentir esa pérdida, esa especie de lucro cesante emocional. Marcharte también es eso, es lo que dejas atrás. Cuando me cuesta encontrar palabras recurro a otros. Terminado el día, cuando embalaba estos once años en cajas de cartón,  recordé el poema de Eloy Sánchez Rosillo.

Dejadme aquí

Dejadme aquí, sumido en la penumbra
de esta habitación en la que tantas horas de mi vida
      transcurrieron.
Es tarde ya. La noche se aproxima
y hoy -no sé por qué- más que otras veces necesito
quedarme solo y recordar muy lentamente
algunas cosas del pasado,
ciertas historias ya casi perdidas,
mientras el sol se aleja y la ciudad va hundiéndose
      en la sombra.

Porque es imposible no sentir esta tristeza. Y lo es más no recordar los muchos momentos de felicidad: de eventos, presentaciones, cafés y cenas compartidas, madrugadas de charlas y confidencias. De reuniones con las personas que quieres y admiras y convertir esos momentos en días luminosos, rodeados de la épica de los sentimientos a flor de piel. De eso va la vida ¿no? De rodearte de gente que está cerca en los momentos difíciles, que siempre te recibe con una sonrisa, con la que compartir risas y lágrimas cuando toca.

No sé qué vendrá a partir de ahora, pero sí sé que quiero mantener intactos estos afectos y esta comunidad. Leí hace unos días un artículo de Martín Caparrós sobre la palabra Ojalá.

(...)Ojalá es tan del sur: de esas partes donde se dice que las personas sienten más que piensan. Los ingleses y los franceses, tan aparentemente serios, no tienen una palabra equivalente. Recurren a expresiones banales: I wish, I hope, hopefully, j’espère, donde no hay un poder extraño que decide sino sujetos que pretenden. Los italianos y los portugueses, en cambio, tan agoreros como nosotros, sí dicen magari o tomara.
Y ojalá nos define pero, sobre todo, nos recuerda que no siempre fuimos lo que somos, lo que creemos que somos, eso que nos contaron. Ojalá, claro, es puro árabe: al principio fue law šá lláh, dice la Academia, que significaba “si Dios quiere”. Ojalá es pedir algo a esas fuerzas oscuras, rogar a quien se pueda. Es la idea de querer algo que quién sabe: lo contrario de creer que porque quieres algo lo vas a conseguir. Porque quieres algo puedes no conseguirlo, porque el mundo es demasiado complicado para estar seguro. Ojalá —decir ojalá— es una forma de decir la pequeñez de cada quien, la imposibilidad de controlar este caos de causas y efectos en que vivimos y sufrimos.

Y en ese estado, que explica tan bien este escritor, estoy ahora. En ese deseo incierto, en ese ruego, en esa esperanza. Ojalá lo que venga sea bueno, ojalá mantener lo conseguido y lo amado. Ojalá reencontrarme pronto con mi tribu de mujeres que siento tan cerca, admiro y quiero. Desde la distancia me sigue llegando su luz, como la de un faro, recordándome que desde esta Ítaca hay un lugar al que siempre podré volver y donde sé (eso sí es una certeza) que me acogerán con la misma calidez con la que me despidieron.