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20 de abril de 2023

Cómo recordamos a nuestros muertos. Anoxia, de Miguel Ángel Hernández.

Yo tengo una hermana, la primogénita. Y nunca la conocí porque falleció a los pocos días de nacer, por contraer meningitis en el hospital. Con unos seis u ocho años yo también pasé la enfermedad y casi no lo cuento, pero esa es otra historia. Mis padres me pusieron su nombre, que era compuesto, pero invirtiéndolo. Curiosamente siempre elegí mi segundo nombre así que, a todos los efectos, me llamo como ella. Después, tras algunos meses de intentar superar la pérdida (intentar es un buen término, mucho mejor que conseguir), nació mi hermano y luego llegué yo. Quien sabe si, de haber sobrevivido, yo estaría aquí.

La hermanita, que es como la hemos llamado siempre en casa, es la niña que fue la causa del prematuro matrimonio de mis padres. Mi madre no tenía ni veinte años, mi padre no había cumplido veinticuatro. Y quedarte embarazada tan joven, casarte sin el pleno consentimiento de tus padres para posteriormente enfrentarte al duelo de tu primera hija me parece hoy, a mis 44 años, un abismo. 

Todo eso ocurrió a finales de los setenta. No había móviles, no estábamos obsesionados con inmortalizar cada pequeña cosa que hacemos. Así que a veces, cuando mi madre saca los álbumes de fotos, a todos se nos para un poco el corazón cuando nos encontramos con la única foto que se conserva de ella. Mi madre siempre habla de que no existiría si no hubiera sido por la visita al hospital de un primo que, casualmente, llevaba una cámara y quiso inmortalizar a la criatura. Una casualidad maravillosa.
Sucede lo siguiente: estamos riendo viendo fotos de la comunión o de aquella tarde en la piscina cuando se llevaban bañadores estampados y grandes gafas de pasta y, sin esperarlo, ahí está ella. En blanco y negro, sobre la báscula de pesaje, con su body blanco, los brazos y las piernas rechonchas de bebé, su cara bonita. Y entonces decimos al unísono: ¡ay, la hermanita!. Durante un brevísimo momento las risas se transforman en silencio, se recuerda la tragedia. Pero dura muy poco. Porque tenemos esa foto que la recuerda, que nos muestra a esa niña que fue tan querida y amada al nacer, que sin conocerla nos inspira tantísima ternura. 

Pensaréis qué diablos hago hablando de todo esto en un blog de libros. Lo hago porque hace días leí el libro Anoxia de Miguel Ángel Hernández y mientras lo hacía la fotografía y el recuerdo de mi hermana rondaba continuamente en mi cabeza. 
Anoxia es un libro que habla de unos personajes que, por diversas circunstancias, se dedican a realizar fotografías de personas fallecidas por petición de los familiares. Y eso es como decir mucho y no decir nada. Hay quienes, tras perder al ser querido, deciden inmortalizar ese último momento, el que precede al enterramiento o la incineración.
Es un libro que habla de duelo, de muerte, de fotografía, de recuerdo y memoria. 

Anoxia es una novela dura pero hermosa, con pasajes de gran belleza y también certeros y reconfortantes para un tema tan delicado y tabú como la muerte.

«¿Qué hay más inevitable y habitual que la muerte? Lo anómalo y lo terrorífico es tratar de quitarla de en medio, ocultarla y hacer como si no existiera. La fotografía mortuoria constata la única certidumbre que tiene el ser humano: su caducidad. Es una memoria del último momento, un intento de apresar la imagen del cuerpo antes de que desaparezca. Lo único que convierte ese acto de amor en una costumbre morbosa es la mirada actual.»

Hacia el final de la novela encontré el siguiente párrafo:

«Pero, más tarde, pudo comprobar que también la imagen salva, que cuando el cuerpo no está no queda otro remedio que permanecer siempre lejos. Y que la imagen acerca, como una huella que ayuda a habitar la distancia y sostiene en la lejanía. En ese momento lo entendió. Las imágenes calma, cauterizan las heridas. Le dan forma a un vacío, lo nombran, lo hacen visible, pero también protegen de él. En ocasiones, incluso logran apresarlo.»

Y fue entonces cuando pensé que tenía que hacerlo, que tenía que formular la pregunta. Cogí el teléfono: Mamá, una pregunta que no sabrás a qué viene, pero es que estoy leyendo un libro y no se me quita de la cabeza. La foto de la hermanita... tenerla ¿a ti te consuela, te da alegría conservarla o te da pena? ¿te reconforta poseer este recuerdo físico de ella? Mi madre me contestó que sí, que era una suerte conservar un recuerdo de la niña. El consuelo ganaba a la pena. Aprovechó para enviarme la foto. Volvió a doler un poquito al principio pero terminé sonriendo. En la foto está viva, no como en el caso de los retratados en la novela, pero lo cierto es que siempre ha sido el retrato de un duelo.

Dice una frase: «Al fin y al cabo, no lo hace por dinero, sino por la convicción: la certeza de que la fotografía tiene un sentido, que sirve de ayuda a los que quedan.»

Así que hoy escribo sobre todo esto porque es un ejemplo claro de lo que consigue un libro. Puede que muchos pasen sin pena ni gloria pero, a veces, conectamos de un modo difícilmente explicable. Nos remueve, nos hace pensar, nos lleva a sitios que quizá no queríamos visitar pero que después agradecemos. Nos hace hablar de temas complejos, difíciles e incluso dolorosos. Apartan el velo del silencio. Quizá consiga encontrar el valor para preguntarle a mi madre cómo fue eso de llegar a casa sin bebé, afrontar un entierro y guardar en el trastero todas las cosas que estaban preparadas para la llegada de mi hermana. Y no por mí, creo que a ella le reconfortará contarlo. Como cuando vamos juntas al cementerio y visitamos su lápida. La recordamos. Y allí veo su nombre. Mi nombre.

2 comentarios:

  1. Hola Lidia, en primer lugar, mi sentido pésame por tu hermana. Entiendo que hayas querido hablar sobre ello. Hace solo unas semanas puede que me hubiera resultado extraño, pero da la increíble casualidad de que tengo en el taller de escritura a una chica que perdió a su hija a las pocas horas de nacer y escribió sobre ello. Tuvo otros hijos posteriores, como tu madre, pero el dolor de esa hija no se le olvida. Está luchando porque se le reconozca el derecho a inscribir a su hija como nacida, a que se le incluya en el libro de familia y a que, en el hospital, se "tenga el detalle" de cuidar la salud psíquica de esas madres. Para mí era un mundo desconocido y ahora, de repente, me preocupa. Creo que, de darle visibilidad, más personas se apuntarían a solicitar esos derechos. No conocía el libro del que hablas, pero se lo recomendaré. Como siempre, un placer leerte.

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  2. Otra de mis grandes lecturas de este año, y qué bello has hablado de tu hermana. Qué importante visibilizar a los muertos.

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