«No es casual, decía Serguéi Dovlátov,
que todos los libros tengan forma de maleta.»
No sé si alguna vez os lo he contado, pero yo empecé a leer y a entusiasmarme con los libros cuando me mudé a Madrid. Este 2020 se cumplirán diez años. Durante los tres anteriores estuve en tres lugares diferentes por motivos laborales, así que podríamos decir que estaba habituada a los cambios y adaptaciones. Pero lo cierto es que Madrid impresiona, su frenesí te zarandea, su cosmopolitismo te fascina y durante la estancia experimentas sentimientos tan dispares como el terror y la seducción. Una de las reglas para sobrevivir ante la expectativa de pasar entre diez y doce horas fuera de casa es elegir cómo llenar los huecos temporales entre la ida y la vuelta al trabajo. Fue gracias a los libros que conseguí pasar el trance y me acostumbré a esa rutina donde ir a trabajar tenía como aliciente llevarme a cualquier otro lugar, gracias a sus páginas.
Empezaba el año contándoos que había hecho un parón laboral y disfrutaba de las mieles del descanso y de la vida contemplativa. No os miento, ha sido lo mejor que he hecho en años y no me arrepiento ni un poquito. Tenía algunos planes a largo plazo pero entonces llegó el coronavirus y nos pasó por encima como una ola traicionera: te coge desprevenida y cuando quieres darte cuenta estás en la orilla tosiendo agua salada y escupiendo arena. Y qué miedo pasas hasta que tus pies tocan tierra firme. Qué miedo hemos pasado, qué terribles pérdidas y vidas truncadas, cuántos planes, proyectos e ilusiones arrasados. Y lo que nos queda por ver y vivir.
El caso es que mi sector es uno de los esenciales, así que vuelvo a estar en activo. Y después de toda esta introducción -creedme, tiene sentido- os voy a hablar de por qué me ha gustado tanto En la ciudad líquida, de Marta Rebón.

«En Rusia, literatura y exilio han ido de la mano. Entre los que partieron durante el siglo pasado están, por citar algunos ejemplos, Nina Berbérova, Gaito Gazdánov, Gueorgui Vladímov, Vasili Aksiónov, Joseph Brodsky o Serguéi Dovlátov; entre los que se quedaron, Anna Ajmátova, Borís Pasternak, Mijáil Bulgákov, Ósip Mandelstam, Isaak Bábel, Vasili Grossman o Lidia Chukóvskaia.»

Como se indica en la sinopsis, Marta Rebón es traductora de ruso y su ensayo es un paseo por varias ciudades (desde Moscú hasta Tánger), una recopilación de fotografías (solo por eso merece la pena la edición en papel) y una pequeña selección de citas de autores que van hilando este ensayo: un homenaje a la literatura, a los grandes autores rusos, al poder de la palabra, al oficio de escribir y contar historias.
Mi vida nunca ha sido ni será comparable a la de los escritores rusos exiliados (¡menuda obviedad!), pero sí puedo entender la sensación de nostalgia, de exilio y de viaje enriquecedor del alma.
«Tánger es una ciudad donde todo el mundo vive con cierto grado de incomodidad, decía Paul Bowles».
A mí me parece que habla de Madrid.
«Tarkovski, por el contrario, solo entendía un tipo de peregrinación, el viaje interior: "No aprendemos nada al recorrer la superficie de la Tierra. Todo aquello que somos lo llevamos a cuestas. Acarreamos la casa de nuestra alma como las tortugas cargan con su caparazón. Viajar por países del mundo solo es un viaje simbólico"».
En la ciudad líquida me ha acompañado esta semana en mis trayectos al trabajo, en el cercanías y en el metro.
«El tren es el medio de transporte más literario de Rusia, atraviesa con asombrosa frecuencia novelas y poemas».
He sentido sus páginas y las he disfrutado porque, al igual que la autora, soy una cazadora de citas literarias y fragmentos y disfruto mucho intercalándolos en mis entradas. Reconozco el estilo y por eso lo aprecio. También porque hay veces que el día a día se te hace muy pesado, necesitas que alguien te aligere esa carga y durante un tiempo te cuente historias, te embelese.
Quienes me conocen saben que vivo este exilio de mi ciudad natal como una pérdida. Incluso este último cambio, volver a la actividad frenética del trabajo, los horarios de trenes y la adaptación a la "nueva normalidad" significan el aplazamiento de cualquier proyecto, la pérdida de esta vida pausada y rica a la que me he acostumbrado con tanta rapidez en los últimos meses. Por eso me resultó toda una #señal encontrar esta referencia a Elizabeth Bishop.
«Elizabeth Bishop nos recuerda algo tan simple, a la vez que esencial, como que vivir es aprender a conjugar el verbo perder: "Pierde algo cada día. Acepta el sobresalto/ de las llaves perdidas, de la hora malgastada./ No es fácil dominar el arte de perder».
Yo creo que terminar esta entrada con la recomendación de que os acerquéis a En la ciudad líquida y la transcripción del poema completo de Bishop es una buena manera de cerrarla.
Mientras acaricio la ganancia de cada nuevo día, intento vivir aprendiendo a conjugar el verbo perder.
Un arte
El arte de perder se domina fácilmente;
tantas cosas parecen decididas a extraviarse
que su pérdida no es ningún desastre.
Pierde algo cada día. Acepta la angustia
de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano.
El arte de perder se domina fácilmente.
Después entrénate en perder más lejos, en perder más rápido:
lugares y nombres, los sitios a los que pensabas viajar.
Ninguna de esas pérdidas ocasionará el desastre.
Perdí el reloj de mi madre. Y mira, se me fue
la última o la penúltima de mis tres casas amadas.
El arte de perder se domina fácilmente.
Perdí dos ciudades, dos hermosas ciudades. Y aun más:
algunos reinos que tenía, dos ríos, un continente.
Los extraño, pero no fue un desastre.
Incluso al perderte (la voz bromista, el gesto
que amo) no habré mentido. Es indudable
que el arte de perder se domina fácilmente,
así parezca (¡escríbelo!) un desastre.