«La gloria o el mérito de ciertos hombres consiste en escribir bien;
el de otros consiste en no escribir.»
Jean de la Bruyère.
Bartleby, el escribiente ha sido mi pequeño gran descubrimiento de este año. Nunca despreciéis el poder de un buen podcast para acercaros a la lectura de un clásico. Hasta el momento no había leído nada de Herman Melville - #shameonme - y la historia me pareció maravillosa.

SINOPSIS
Nos cuenta la historia de un peculiar copista que trabaja en una oficina de Wall Street. Un día, de repente, deja de escribir amparándose en su famosa fórmula: «Preferiría no hacerlo». Nadie sabe de dónde viene este escribiente, prefiere no decirlo, y su futuro es incierto pues prefiere no hacer nada que altere su situación. El abogado, que es el narrador, no sabe cómo actuar ante esta rebeldía, pero al mismo tiempo se siente atraído por tan misteriosa actitud. Su compasión hacia el escribiente, un empleado que no cumple ninguna de sus órdenes, hace de este personaje un ser tan extraño como el propio Bartleby.
La de hoy es una entrada plagada de casualidades que se han ido sucediendo hasta traerme aquí. El relato de Bartleby volvía de vez en cuando a mi cabeza y, en una de mis últimas visitas a la biblioteca, encontré un pequeño ejemplar de Enrique Vila-Matas: Bartleby y compañía. Y ahora está en forma de edición de bolsillo en mi biblioteca personal.

SINOPSIS
— Señor Rulfo, ¿por qué lleva tantos años sin escribir nada?
— Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias.
Este libro habla de los que dejan de escribir (Rulfo, Rimbaud, Salinger...) e indaga en los motivos de cada uno para preferir no hacerlo. Todos conocemos a los bartlebys, son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo. Toman su nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville que, cuando se le encargaba un trabajo o se le pedía que contara algo sobre su vida, respondía siempre, indefectiblemente diciendo:
— Preferiría no hacerlo.
Creo que a todos nos gustan que nos cuenten historias, anécdotas, cosas que no sabemos. Y eso hace Vila-Matas en esta obra. Saca a la luz a muchos escritores que, o bien dejaron de escribir o, teniendo la oportunidad, nunca lo hicieron. Como el personaje de Melville, preferían no hacerlo. Las razones son a veces sensatas, a veces un poco bizarras. Rulfo, Alfau, Juan Ramón Jiménez, María Lima Mendes, Pepín Bello... ¿por qué, en algún momento de sus vidas, abandonaron el oficio de escribir?
«La excusa del tío Celerino es de las más originales que conozco de entre todas las que han creados los escritores del No para justificar su abandono de la literatura.
— ¿Que por qué no escribo?— se le oyó decir a Juan Rulfo en Caracas, en 1974—. Pues porque se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias. Siempre andaba platicando conmigo. Pero era muy mentiroso. Todo lo que me contaba eran puras mentiras, y entonces, naturalmente, lo que escribí eran puras mentiras.»

«Me parece genial el tío Celerino que se sacó de la manga Felipe Alfau. Creo que es muy ingenioso decir que uno ha renunciado a la escritura por culpa del trastorno de haber aprendido inglés y haberse hecho sensible a complejidades en las que nunca había reparado.
(...)
— De modo que el inglés le complicó demasiado la vida...»
Menciona a Marianne Jung, autora de algunos poemas que luego Goethe recopiló, publicó -y por tanto, se atribuyó como propios- en la obra el Diván. O la historia de María de la O Lejárraga (los detalles de su vida los conocí al leer Historia de mujeres, de Rosa Montero) esposa del mediocre escritor Gregorio Martínez Sierra que alcanzó la fama por la apropiación de las obras teatrales escritas por María. Cuántas Camile Claudel habrá en el mundo de la literatura...
Entre mis pasajes favoritos está el que habla de la Biblioteca Brautigan, que admite solo manuscritos no publicados, rechazados. (Por lo que he leído, podría haber inspirado el argumento de una de las novelas de David Foenkinos)

Leyéndolo recordaba el final del Bartleby de Melville:

A veces, del papel doblado, el pálido empleado saca un anillo —el dedo al que estaba destinado quizá se está convirtiendo en polvo en la tumba; un billete enviado con la caridad más diligente —al que podría aliviar, ni come ni siente hambre ya; perdón para quienes murieron desesperando; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!»
Bibliotecas que guardan manuscritos rechazados y oficinas de correos que almacenan y destruyen las cartas que no consiguen llegar a sus destinatarios... Lo primero real, lo segundo inventado, pero fascinante para mí en ambos casos.
Así es un poco la literatura.Hay una afirmación genial, al final de uno de los apuntes (mi favorito) de Vila-Matas en relación a Primo Levi, con el que quería cerrar esta entrada junto a un bello párrafo de Bartleby, el escribiente.
Dice Vila-Matas:
«La literatura, por mucho que nos apasione negarla, permite rescatar del olvido todo eso sobre lo que la mirada contemporánea, cada día más inmoral, pretende deslizarse con la más absoluta indiferencia.»
Y a eso solo se puede responder con una buena muestra:
« Tan cierto es y tan terrible, que hasta cierto punto, el ver o el pensar en la miseria despierta nuestros mejores sentimientos, pero, en ciertos casos especiales, más allá de ese punto ya no lo hace. Se confunden los que afirman que esto se debe al egoísmo inherente del corazón humano. Proviene más bien de una cierta desesperanza de remediar un daño orgánico excesivo. Para un ser sensible, la piedad es a menudo dolor. Y cuando se da uno cuenta al fin que tal piedad no puede conducir a un auxilio efectivo, el sentido común ordena al alma que se deshaga de ella. (...) Podía darle limosna para su cuerpo, pero el cuerpo no le dolía; era su alma la que sufría y yo no podía alcanzarla.»