En cierta ocasión, el inglés me leyó este pensamiento de un libro: «El amor es tan pequeño, que puede pasar por el ojo de una aguja».
Hace días que terminé la lectura de El paciente inglés. Hay libros que llegan cuando deben hacerlo. El año pasado intenté leerla y no conseguí adaptarme al tono pausado y bello que impregna sus páginas. A veces me pasa, todavía no he aprendido a esperar y asumir que todo lleva un tiempo y que, en ocasiones, es eso lo que hace el resultado más valioso.
Tenían que darse varias circunstancias para volver a intentarlo. La chispa surgió con un fragmento en
Instagram que compartió Marisa Sicilia (hay pocas cosas más valiosas que tener amigas que te recomiendan libros) para el reto que en febrero inició María Montesinos bajo el
hashtag #28citasparaenamorarse (os animo a verlo en su
perfil). Apenas unos días después emitieron la preciosa película basada en el libro y fue la #señal definitiva para animarme.
Y aquí estoy, recomendándola con la fe ciega de los recién convertidos (le tomo prestada la expresión a la propia Marisa, porque me viene perfecta).
SINOPSIS
En los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, cuatro personajes se reúnen en una villa en ruinas en la Toscana: un enigmático hombre sin memoria, que agoniza con el cuerpo completamente quemado, una joven enfermera que cree traer la desgracia a cuantos ama, un cínico superviviente mutilado y un sij dedicado a la desactivación de explosivos… Cuatro extranjeros de sí mismos, atrapados en la retaguardia de sus recuerdos, que van recomponiendo el destrozado mosaico de sus identidades a través de las intermitentes y atormentadas revelaciones de una historia de amor y celos…
En realidad no quiero hablaros de la trama. Es probable, incluso, que hayáis visto la película (aunque hay pequeñas licencias en la cinta de Anthony Minghella). Hana -la enfermera-, Caravaggio -el ladrón-, Kip -el sij zapador-, y el conde Almásy -el paciente quemado-. Todos conviviendo, por alguna argucia del destino, en la Villa San Girolamo. Todos con su propia historia, la que nos irá desvelando en pequeñas dosis Michael Ondaatje.
La Segunda Guerra Mundial ha dejado sus cicatrices en todos ellos, pero es cierto que la historia de amor, adulterio y celos de Almásy y Katharine Clifton resulta especialmente atrayente y emotiva, destaca por encima de las demás. Quizá también porque tiene un punto de tragedia. Me paro y leo esta última frase y pienso en Hana y creo que no, que no es justo atribuirle todo el drama a ellos, pero que quizá ella sí sale mejor parada.
«Ella tomó un cojín y se lo colocó en el regazo, como para escudarse de él. «Si me haces el amor, no mentiré para ocultarlo y, si te lo hago yo, tampoco».
Se llevó el cojín al corazón, como si deseara sofocar esa parte de sí que se había desmandado.
«¿Qué es lo que más detestas?», preguntó él.
«La mentira. ¿Y tú?».
«La posesividad», dijo él. «Cuando me dejes, olvídame».
El puño de ella salió disparado hacia él y le golpeó con fuerza en el hueso debajo del ojo. Se vistió y se marchó. »

Lo cierto es que no sería tan deslumbrante si no fuera por la forma en la que
Michael Ondaatje nos la cuenta. Hay escenas que recuerdan a la tradición oral, como si un
cuentacuentos se presentara frente al lector y recitara un pasaje legendario. Transcribiría entero el
Capítulo IX. La Gruta de los Nadadores. En él hay mucho de eso y, de hecho, contiene el momento en que Katharine Clifton habla de la historia de Candaulo y su reina. Solo por ese capítulo merece la pena leer la novela.
... Escribo esta entrada y pienso en lo superfluas que son mis palabras, más cuando podría llenarla de fragmentos como este:
«Morimos con un rico bagaje de amantes y tribus, sabores que hemos gustado, cuerpos en los que nos hemos zambullido y que hemos recorrido a nado, como si fueran ríos de sabiduría, personajes a los que hemos trepado como si fuesen árboles, miedos en los que nos hemos ocultado, como en cuevas. Deseo que todo eso esté inscrito en mi cuerpo, cuando muera. Creo en semejante cartografía: las inscripciones de la naturaleza y no las simples etiquetas que nos ponemos en un mapa, como los nombres de los hombres y las mujeres ricos en ciertos edificios. Somos historias comunales, libros comunales. No pertenecemos a nadie ni somos monógamos en nuestros gustos y nuestra experiencia. Lo único que yo deseaba era caminar por una tierra sin mapas.
Llevé a Katharine Clifton al desierto, donde está el libro comunal de la luz de la Luna. Estábamos entre los rumores de los pozos, en el palacio de los vientos. »
Perdonad si esta no reseña queda un poco coja. Si no os cuento más sobre lo que les ocurre a los personajes, sobre lo evocadores que resultan los capítulos centrados en El Cairo y en el desierto, sobre los fantasmas que cada protagonista y secundario arrastran o si no menciono nada del período histórico en el que está enmarcado. Perdonad si solo os digo que el día que Michael Ondaatje escribió El paciente inglés, tomó todos los sentidos y emociones humanas, enalteció la pintura y la literatura, las hizo palabras, y le dio forma a la belleza en forma de novela.
Quizá otro día podría hablaros de la película, de los paisajes que aparecen en ella, de su fotografía, de su música, de la tensión y fuerza que traspasa la pantalla entre Ralph Fiennes y Kristin Scott Thomas, de la dulzura que desprende Juliette Binoche.
¿Queréis que
Ondaatje os cuente algo sobre los vientos y os traslade mentalmente a otros lugares? Creo que cuando dicen que la literatura es evasión, se refieren justo a cosas como esta.
«En el sur de Marruecos hay un viento en forma de torbellino, el aajej, contra el que los fellahin se defienden con cuchillos. Otro es el africo, que a veces ha llegado hasta la ciudad de Roma. El alm, viento otoñal, procede de Yugoslavia. El arifi, también llamado aref o rifi, abrasa con numerosas lenguas. Ésos son vientos permanentes, que viven en el presente.
Hay otros menos constantes, que cambian de dirección, pueden derribar a un caballo y su jinete y se reorientan en sentido contrario al de las agujas del reloj. El bist roz azota el Afganistán durante ciento setenta días… y entierra aldeas enteras. Otro es el caliente y seco ghibli, procedente de Túnez, que da vueltas y más vueltas y ataca el sistema nervioso. El haboob es una repentina tormenta de polvo procedente del Sudán que se adorna con brillantes cortinas doradas de mil metros de altura y va seguida de lluvia. El harmattan sopla y después se pierde en el Atlántico. Imbat es una brisa marina del África septentrional. Algunos vientos se limitan a suspirar hacia el cielo. Hay tormentas nocturnas de polvo que llegan con el frío. El khamsin, bautizado con la palabra árabe que significa «cincuenta», porque sopla durante cincuenta días, es un polvo que se levanta en Egipto de marzo a mayo: la novena plaga de Egipto. El datoo procede de Gibraltar y va acompañado de fragancias.
Otro es el … , viento secreto del desierto, cuyo nombre suprimió un rey después de que su hijo muriera arrastrado por él. El nafhat es una ráfaga procedente de Arabia. El mezzarifoullousen, violento y frío, procede del Sudoeste; los bereberes lo llaman «el que despluma las aves de corral». El beshabar —«viento negro»— es otro viento sombrío y seco procedente del Nordeste, del Cáucaso. El samiel —«veneno y viento»—procede de Turquía y se aprovecha a menudo en las batallas. Tampoco hay que olvidar los otros «vientos envenenados»: el simoom, del norte de África, y el solano, cuyo polvo arranca pétalos preciosos y causa vahídos.
Otros son vientos locales, que pasan a ras del suelo como una inundación, descascarillan la pintura, derriban postes de teléfono y transportan piedras y cabezas de estatuas. El harmattan recorre el Sáhara con polvo rojo, polvo como fuego, como harina, que entra y se coagula en los cerrojos de los fusiles. Los marineros llamaron a ese viento el «mar de las tinieblas». Brumas de arena roja procedentes del Sahara han llegado hasta lugares tan lejanos como Cornualles y Devon y han producido lluvias de lodo tan intensas, que se han confundido con sangre. «En 1901 se habló de lluvias de sangre en muchos lugares de Portugal y España».
En el aire hay siempre millones de toneladas de polvo, como también hay millones de metros cúbicos de aire en la Tierra y más seres vivos dentro del suelo (gusanos, escarabajos, criaturas subterráneas) que pastando y viviendo sobre él. Herodoto registra la muerte de diversos ejércitos envueltos en el simoom, a los que no se volvió a ver. Una nación «se enfureció tanto con ese perverso viento, que le declaró la guerra y avanzó en perfecto orden de batalla para resultar rápida y completamente sepultada».
Las tormentas de polvo revisten tres formas: el remolino, la columna y la cortina. En el primero desaparece el horizonte. En la segunda te ves rodeado de «djinns danzantes». La tercera, la cortina, «aparece teñida de cobre: la naturaleza parece arder».
Levantó la vista del libro y vio que el hombre, con los ojos clavados en ella, empezaba a hablar en la penumbra... »